Capítulo 53

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Hicimos una modesta entrada en calor. Estiré un poco. Lo que pude. De todas formas, no sabía cómo iba a reaccionar mi cuerpo. Estaba duro. Con el estómago contraído. Y me costaba respirar.

Todavía no hiperventilaba, pero no faltaba mucho.

—¿Están listos? —preguntó el Carnicero, mirando a mi rival, y luego a mí.

Ambos asentimos.

En el rostro de Chinchulín también había miedo. Y algo más.

Angustia, tal vez.

La boca se me secó. Y la vista amenazó con nublarse, junto al entendimiento.

—¡Peleen! —vociferó el líder.

Alcé mi guardia, dándole el perfil que me había recomendado el Carnicero. Intenté recordar cada ejercicio practicado.

Pero el Vecino Huraño también se puso en posición defensiva. No atacó desaforado, como se pretendía. Me medía. Hizo algunos ligeros amagues, pero sin concretar.

Giraba alrededor mío. Buscando una debilidad. Un hueco a donde mandarse.

No permití que el griterío de los sujetos a mis espaldas colapse mis oídos. Tenía los cinco sentidos puestos en el combate.

Debía concentrarme. Esperar el momento justo para patear la rodilla de Chinchulín. Iba a ser rápido. De un segundo a otro. Y tendría una sola chance.

Extrañé más que nunca mi brazo faltante. Sería otra pelea.

Cerré con fuerza el puño, y tomé aire. El Vecino Huraño hacía amagues cada vez más arriesgados y pronunciados. Pronto se atrevería a atacar.

Un brazo por detrás de él lo embiste en la espalda, y sin darme tiempo a reaccionar, se abalanzó hacia mí hecho una furia.

Con su mano izquierda baja la mía, quitándome la guardia, y con la diestra me asestó un puñetazo en la mandíbula que me hizo perder el equilibrio.

Trastabillé mareado.

Se arrojó con todo su peso, colgándose de mí hasta lograr tirarme al piso.

Lo único que pude hacer fue sujetarlo fuerte de la ropa, para hacerlo caer a mi lado.

Pero rápidamente se incorporó, y me retuvo en el suelo con una contundente patada al pecho.

Desvarié, confuso. Me dolía la cara. Escupí sangre, que se me acumuló en la boca. Y el pecho me ardía del dolor.

Hasta que recibí otra patada más. Unos gritos fervorosos de excitación aumentaban mi malestar.

Iba a morir. Al intentar levantarme, otro puñetazo en la oreja me vuelve a derribar. Y otra patada, contra los riñones.

Los golpes me aturdían. Perdí noción del tiempo y el espacio. Pero sí pude notar el peso de Chinchulín sobre mí.

Trataba de aplastarme para dominarme. Dejaba caer un golpe tras otro sobre mi rostro. Sentí como algunos huesos de la cara se me partían ante sus puños.

Me revolví en el piso, queriendo sacármelo de encima. Mi rival parecía no tener la suficiente fuerza como para poder mantenerme a raya, sin embargo, la ráfaga de golpes no cesaba.

Los gritos de júbilo aumentaban a cada segundo, con cada puñetazo.

Seguí sacudiéndome; lancé patadas al aire. Rodillazos. Golpes con mi puño. Todo parecía inútil, sin llegar a destino ni con potencia.

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