Hong Kong

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La puerta que daba a la calle dejaba entrar la luz de la luna y el fresco aire de la noche. El silencio en la habitación era sólo interrumpido por el sonido de las hojas meciendose al compás de los vientos del sur y los grillos que se ocultaban entre los pastos altos.

León se acercó lentamente al cajón de madera, quería comprobarlo él mismo, y el ver que lo que decían era cierto lo hizo sentir furioso, aterrado, arrepentido y por supuesto, sintió un nudo de profunda tristeza que le impedía respirar, y al intentar tomar una bocanada de aire, lo único que salió de su boca fue un llanto ahogado y desgarrador, haciendo que su inexpresivo rostro se transformara en una expresión de profunda tristeza.

—¡Perdóname! ¡Perdóname (T/N)! He sido un maldito imbécil, no debí dejarte ir. No debí dejar que te sucediera esto.—rápidas lágrimas salían de sus ojos para bajar a su barbilla o perderse en su boca. Pero lo único que podía ver era el gélido rostro de su amada, pálida y con una expresión de paz que sólo había visto cuando dormía, como en las mañanas que pasaban juntos, abrazados y en la misma cama. Simplemente se echó a llorar sobre el cajón con desesperación.

Escuchó unos pasos detrás de él, más no volteó.

—No es bueno que estés aquí... —la voz del desconocido sonaba algo apagada.

Al no obtener respuesta, los pasos se acercaron más y un brazo le palmeó la espalda en un intento de calmarlo.

—Vamos, si sus familiares te ven, no será bueno para tí.—León se dejó llevar por el de ojos azules, ya no tenía fuerzas para hablar o pensar. Lo único que sentía era un gran vacío en su interior.

—Al menos pude oler su perfume por última vez... —murmuró dirigiendo una mirada hacia atrás.

Segundos más tarde la puerta se cerraba separandolos para siempre.

Hetalia y TúDonde viven las historias. Descúbrelo ahora