Capítulo 29

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Llegué cerca de las siete de la mañana a la casa. Mi mamá me abrió la puerta; estaba aparentemente preocupada por mí, me regañó y quiso saber dónde había estado y porqué no había llegado a casa, agregando que papá estaba furioso conmigo, lo cual no me extrañaba.

Por primera vez en mi vida la ignoré y pasé sin responderle nada; no me atrevía ni a mirarla a la cara con lo que sabía.

Me metí en el baño y me dispuse a ducharme.

Estaba bañándome cuando el agua salió super fría... papá había apagado el calefont. Terminé de bañarme rápido y subí las escaleras aprisa y me metí en mi cuarto.

Me estaba vistiendo cuando sentí la perilla de la puerta. Lamentablemente mi puerta no tenía seguro por dentro, porque a papá no le gustaba, por lo que cargué mi peso contra la puerta para evitar que la abriera... no quería ver a mi padre; pero como él siempre ha sido más fuerte que yo, alto y robusto, sólo le bastó empujar un poco para lograr entrar.

Allí estabamos de nuevo los dos; frente a frente, a punto de estallar una nueva discución, aunque esta vez él no empezó gritando como un energumeno como siempre solía hacerlo, o de plano agarrándome a golpes como también tenía por costumbre.

Cerró la puerta y con voz más baja de la usual me dijo: "¿Qué vas a hacer ahora? ¿Vas a contarle a Anaya o qué?"

Por primera vez pensé que tenía poder sobre él y quise usar lo que sabía a mi favor e ingenuamente intenté negociar un trato con él.

—¡Usted no merece mi respeto ni el de nadie de esta familia! —le solté con desprecio, e igual hablando en voz baja, para que mamá no oyera.

—¿Crees que me importa lo que tú pienses, basura? —me respondió con un dejo de burla en su voz, al tiempo que veía como saltaba el músculo de su mandíbula.

—Haré lo que yo quiera de aquí en adelante... y nunca volverá a ponerme un dedo encima; y yo guardaré su sucio secreto; así podrá seguir revolcándose con esa mujer... —le espeté intentando mostrarme fuerte.

Apenas terminé de decir aquello y sentí sus manos enroscándose en mi cuello con demasiada fuerza, y un instante después sentí como me empujaba hasta estamparme contra la pared, sin soltarme de sus manos.

El aire escapaba de mis pulmones e inhalaba con dificultad, mientras yo ponía mis manos sobre las suyas intentando inútilmente que me soltara, entonces me miró y con fría calma dijo:

—¿Es posible que seas tan estúpido que aún no te des cuenta de lo que eres para esta familia? ¿Y realmente crees que me importa si Anaya se entera o no? Eres un pobre ingenuo... debería haber terminado contigo el día que estaba previsto que fuera; tú no tenías que vivir...

Me estremecí cuando dijo lo último; fueron varias veces que quedaban esas frases enigmáticas en el aire, palabras que siendo niño no les tomaba el peso del todo, pero que al ir creciendo me hicieron entender que algo ocurría; algún misterio había que nadie me contaba... había una razón por la cuál ellos no me querían.

Esa mañana Julio me hizo ver que seguía teniendo el control de todo, incluyéndome a mí; me demostró que yo seguía siendo el mismo chico débil, incapaz de defenderse.

Luego de casi asfixiarme, me arrastró de un brazo a la sala, donde estaba mamá; la llamó y mi padre me dijo que le contara todo... yo no fui capaz de hacerlo, no me atreví a decirle que él la estaba engañando, ahí me dí cuenta que sólo era capaz de blofear, pero realmente yo no tenía el valor para hacer lo correcto.

Entonces, con esa sonrisa maliciosa que solía poner algunas veces, le dijo a ella que me iba a castigar por no llegar a casa a dormir, y mi mamá sólo asintió desviando la mirada de mí.

Mi padre, no conforme con su asentimiento, le preguntó si yo merecía que él me castigara; la verdad es que no sé a qué estaba jugando en ese momento, aunque ahora entiendo mejor lo que pasó allí.

Mamá con una voz debil, casi a punto de quebrarse le dijo que era libre de hacer conmigo lo que quisiera. Era simple; todos allí estabamos en sus manos; nadie tenía la facultad de defenderse de él.

Papá le pasó la correa a ella y le dijo que quería que fuera ella la que me castigara; que me golpeara lo más fuerte que pudiera, pero mamá nunca me había castigado físicamente; yo la observaba de reojo, y podía notar que estaba tan angustiada como yo.

Ella no fue capaz de hacerlo, tiró la correa al piso y le pidió que la dejara irse de la sala, pero papá no lo permitió.

Ella se quedó parada en un rincón, mientras él me hizo hincarme en el suelo y sacarme la camisa, lo hice y soltó golpes tan fuertes sobre mi espalda que yo pensé que no iba a resistir el dolor.

Me esforcé por aguantar el castigo y no le dí el gusto de verme suplicar, pero oí a mis hermanitos que se habían asomado desde su cuarto hasta las escaleras y estaban llorando allí; Enrique le pedía que ya no me golpeara más, y le decía que yo me iba a portar bien, y fue eso lo que hizo que yo empezara a llorar.

Cuando terminó mi padre nos dijo a todos que no nos olvidaramos que él era el que mandaba allí, que todos debíamos obedecerlo y nos gustara o no, él era el que ponía las reglas.

De ahí pronto se fue a trabajar, mi mamá consoló a los niños y después me curó las enormes ronchas que me dejó la correa en mi espalda.

Tomamos el desayuno en un extraño silencio, y sólo lo rompió mamá para decirme que por orden de mi padre ya no tenía permiso para salir de casa fuera de los horarios de clases.

Yo mismo eché a perder todo... debí haberme callado, no confrontarlo, no decir nada; Sally tenía razón; todos estabamos mejor mientras él se entretenía fuera de casa, pero por mi culpa se volvió nuevamente muy agresivo.

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