Capítulo 5 - Presuntas responsabilidades

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Weston fue un pueblecito humilde, recóndito y apartado de los problemas. Las únicas vías que iban y venían de él eran las creadas por los andares de sus habitantes, quienes junto con los recaudadores de impuestos eran los únicos que sabían cómo encontrarlo, porque al igual que la mayoría de los poblados de umbras libertos ni siquiera aparecía en los mapas. Y al igual que todos los otros poblados de umbras libertos, Weston fue golpeado duramente por las leyes impuestas a causa de la guerra en el norte, los alimentos se hicieron escasos, las monedas y los hijos varones en edad de trabajar aún más. Pero a diferencia de otros poblados como Las Cuatro Esquinas, hubo algo que a Weston no pudieron arrebatarle, la alegría y el espíritu de su gente, sus esperanzas en el futuro.

Weston fue a además el lugar en que Lucy nació, de un padre umbra y una madre lumen. Por eso tenía el tono de piel moreno y el cabello castaño de una raza, y los ojos azules de la otra. Sin embargo nadie nunca la había atacado a causa de su mezcla de sangre, por lo menos nadie de Weston, Lucy había ido a otros lugares donde la actitud era otra. Visitaba Corvus por lo menos una vez cada año con su padre con el propósito de comprar papel, tinta, y otros utensilios necesarios de su oficio. Y una vez cuando aún era una niña fue a la capital con su madre... la madre que acabó por abandonarlos. O por lo menos eso es lo que creían todos en el pueblo. Su padre siempre le decía que su madre no los abandonó, sino que tuvo que marcharse para protegerlos, y ella le creía. No porque pensara que sus palabras eran ciertas sino porque él necesitaba que las creyera. Quizás a su vez ella lo estaba ayudando a creerlas. Que poco sabía en aquel entonces, que ignorante e inocente fue.

A diferencia de Mina, Lucy no había sido la belleza de su poblado, no porque fuera fea, todo lo contrario, era poseedora de una figura esbelta, un rostro bonito y un cabello largo y reluciente, tampoco se debía a su sangre lumen, simplemente habían otras chicas que la opacaban. Lo que Lucy si había llegado a ser era la mejor amiga de todos, aquella que los escuchaba y comprendía, aquella con la que hacían confidencia, y aquella a la que pedían consejos. Nunca llegó a tener pretendientes, en parte porque era la manzana de los ojos de su padre, un hombre alto, fuerte y taciturno cuya sola visión conseguía hacer flaquear el coraje de los jóvenes, pero jamás le importo. Ella era feliz solo con las conversaciones y las sonrisas que le dedicaban al pasar.

Lucy amó Weston y a sus habitantes con todo su corazón, y por es que sintió como si se lo arrancaran del pecho durante la noche en que el aire se hizo tan gélido que el fuego pereció en las chimeneas, y las sabanas fueron insuficientes para mantenerlos abrigados. Porque esa fue la noche en que una horda de jinetes descendió de las colinas y cayó sobre Weston trayendo consigo la muerte y el terror.

En el momento que Lucy vio el estandarte que cargaban, que era un hombre con una larga capa cabalgado a lomos de un caballo negro que dejaba a su paso un velo de escarcha invernal, lo reconoció, gracias a una historia que su madre le contó en una ocasión ya muy lejana, como el emblema del clan Cacería Salvaje, el acérrimo enemigo de los caballeros y de todos aquellos que tenían un código de honor. Eran más bandidos que magos. No tenían reglas de conducta, no tenían ética ni respeto por ninguna autoridad que no estuviera involucrada con su cacería eterna. El único oficio que conocían era el de saquear, robar, destruir, y violar; llevaban desempeñándolo desde tiempos inmemoriales. Habían ganado su fama y su estatus solo gracias al temor que causaban. Eran la ancestral horda que precedía a la catástrofe, eran la Vanguardia del Invierno que dejaba solo sangre y ruinas a su paso.

Lucy fue apartada bruscamente de la ventana por su padre, quien le ordenó subir a su habitación a esconderse y no hacer ningún ruido. A ella le hubiera gustado que él hiciera eso mismo, pero en lugar de eso la miró directo a sus ojos azules, los ojos que su madre le heredo, y le dedicó una última sonrisa antes de dar media vuelta y caminar directamente hacia la puerta de la casa, caminar directamente hacia los brazos de la muerte. No vaciló antes de salir desarmado y con los brazos extendidos. Ella no pudo detenerlo, solo observar la puerta cerrarse a su espalda, separándolos a ambos para siempre.

La historia que ellos se contaronDonde viven las historias. Descúbrelo ahora