Capítulo 17 - La Orden del Filo Redentor

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Le dijeron que fue una enfermedad, le dijeron que no tuvieron tiempo de llamar a los sacerdotes, le dijeron que de todas formas probablemente no hubieran podido salvarlas, le dijeron que debían cremar los cuerpos lo antes posible para prevenir una epidemia, le aseguraron que ninguna de las dos llegó a sufrir. Él oía mas no escuchaba.

El funeral, si es que siquiera podía llegar a considerársele como tal, se llevó a cabo esa misma mañana en el jardín del palacio. Un sacerdote obeso leyó presurosamente los pasajes del libro sagrado que se reservaban para los difuntos, aquellos que hablaban del enigmático Fobos, Dios de las Puertas, y luego el Gran Maestro Emerick prendió fuego a la pira de Beatriz, a la vez que su esclavo personal, Gael, hacia lo mismo con la de Tonya. Las llamas se alzaron hacia el firmamento consumiendo los cuerpos de las difuntas. Y el pequeño Quincey, pronto a cumplir siete años, lo observó todo con ojos anegados de lágrimas y con una sola pregunta en sus labios:

-Hermana, ¿cuál es el lema de nuestro clan?

Claro que Beatriz ya no podía responder a la pregunta que había olvidado hacerle aquella noche en Sanguis, era demasiado tarde ahora.

Esa noche, mientras yacía boca arriba en su cama incapaz de conciliar el sueño, pensó en cómo no le permitieron acercarse al cadáver, o siquiera verla una última vez. Beatriz fue llevada hasta su pira envuelta de pies a cabeza por un manto blanco. Tampoco le permitieron entrar en su habitación para poder despedirse de ella indirectamente a través de sus pertenencias, de hecho le dijeron que era muy probable que tuvieran que quemar todo lo que había allí dentro, y de nuevo le dijeron que era para prevenir una epidemia. En cuestión de días no quedaría nada de su hermana más que recuerdos, crueles e inmisericordes recuerdos de un lazo que se había roto... que él había roto en su ira, y que nunca tendría la oportunidad de subsanarse. Lloró igual que el día anterior, pero ahora el dolor era mucho más intenso, y no creía que jamás fuera a llegar a librarse de él. La llegada del sueño no lo libraría de su tormento.

Ni tampoco lo haría el amanecer, en que sería despertado por un llanto desgarrador proveniente del jardín. No tuvo el ánimo de ir a la ventana a averiguar de quién podía tratarse. Emil luego le diría que se trataba de Dante Luna Roja, recién llegado a Anima, y que ahora lloraba de manera inconsolable postrado sobre los restos de la pira funeraria de su amada. Quincey casi encontró curioso lo rápido que su odio se había desvanecido. Hace un par de días Dante era la persona que más detestaba en el mundo, ahora en cambio eran compañeros en el dolor.

Quincey no salió de su cama en todo el día, tampoco tocó la comida que le trajeron. Y tras varios intentos fallidos de disuadirlo, todos, incluyendo a los esclavos, decidieron que lo mejor que podían hacer por él era dejarlo en paz, convencidos de que lo que único que requería para comenzar el largo proceso de recuperación era un tiempo a solas con sus pensamientos. Pero cuando al día siguiente su estado de ánimo seguía igual y aun no mostraba el menor apetito, temieron seriamente por su vida. Tanto primos como tíos acudieron a su habitación a hablarle, a intentar obtener la menor reacción de su parte, incluso Nero lo visitó a eso del mediodía y se marchó tan infructuoso y mortificado como los demás. La mirada perdida de Quincey lo dejaba todo claro, en ella no había alegría infantil, no había pensamientos de cumpleaños, ni regalos, ni del futuro, solo pesar y resignación. Ellos solo podían obsérvalo impotentes, y prepararse para el momento en que tendrían que cargarlo hasta la pira funeraria, donde le encomendarían su cuerpo a las llamas insaciables de Ignis, y su alma a Fobos. Igual que habían hecho con su hermana.

Sin embargo, para el atardecer la única persona que sabía cómo ponerle fin a ese estado de estupor aprovechó su oportunidad de actuar, y entró sigilosamente en la habitación de Quincey, la cual técnicamente también era suya, pues era común que los esclavos personales compartieran habitación con sus amos. Emil cerró la puerta tras de sí con llave, lo último que quería es que alguien fuera a interrumpir. Fue hasta la cama donde Quincey yacía en la misma posición que el día anterior y lo observó con algo de lástima. Puede que detestara a su amo pero no estaba del todo carente de simpatía, en especial porque él también había apreciado a Beatriz, y su muerte pesaba mucho sobre su corazón.

La historia que ellos se contaronDonde viven las historias. Descúbrelo ahora