Capítulo 33 - Viaje por un río de misterios

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Quincey cerró los ojos y juntó sus manos ante el pequeño altar a la diosa Aqua. Acababa de levantarse el sol en el segundo día de viaje hacia Ninazu, y a su alrededor los miembros de la tripulación que ya habían cumplido con el ritual diario que él estaba a punto de realizar, se habían puesto manos a la obra para volver a poner el barco en movimiento. Quincey sabía de memoria la plegaria que tenía que recitar, pues al momento de zarpar de Anima el capitán se negó de lleno a dejarlo a él o a los demás poner un pie a bordo, hasta que se la aprendieran palabra por palabra. Flora fue la única excepción, pero eso se debido solamente a que ella se la había sabido de antemano.

-"Le pido con toda humildad a la diosa- comenzó a decir en voz baja-, que reina en los mares, lagos, y ríos; aquella alrededor de cuyo dominio construimos nuestros hogares; aquella cuya ira podría hacernos desaparecer de esta tierra en un instante, que por favor bendiga esta embarcación, y a todas las almas que hay a bordo de ella, y que nos conceda buena fortuna hasta el término de nuestro viaje. Alabada sea nuestra señora Aqua".

Una vez hubo concluido Quincey se tomó unos segundos para examinar con la mirada la pequeña estatuilla de mármol sobre el altar. Para alguien como él, que jamás había visto el mar o navegado con anterioridad, esa era la primera representación de la diosa Aqua que veía en su vida. Comparada con la Diosa Madre, cuyo busto era prominente y su atuendo era tan delgado que dejaba poco a la imaginación, la Diosa de las Aguas poseía una complexión mucho más andrógina, casi infantil, y su atuendo aunque era más modesto también era más refinado; rico en detalles y adornado por conchas marinas y perlas. Asimismo ambas deidades diferían en forma notable en su cabello, mientras que el de la Diosa Madre era salvaje y siempre era representado oscilando en el viento, el de la diosa Aqua era liso, y caía con delicadeza sobre sus hombros y espalda.

Quincey se apartó, vociferando una disculpa, en el momento que advirtió que detrás de él acababa de formarse una fila de personas ansiosas por realizar la plegaria matutina; aquellos eran todos hombres muy supersticiosos, y temían incitar la furia de su deidad patrona más que a cualquier otra cosa en el mundo.

Quincey se limpió las lagañas de los ojos con un poco de agua fría de una tinaja, y después de reemplazar su pijama por algo más digno de un gran maestro, y de arreglarse el cabello lo mejor que le fue posible en la penumbra de bajo cubierta, decidió, debido a que había pasado la mayor parte del día anterior allí abajo platicando con la tripulación, y tomando partido en juegos de mesa sin llegar a ganar ni una sola vez, que le convenía subir a tomar un poco de aire fresco.

El primer sonido que llegó a sus oídos cuando alcanzó el último peldaño de las escaleras fue la voz de Basil, que preguntaba:

-¿Cómo la pasó anoche?

La pregunta no iba dirigida a él sino a Esmeralda. Ambos el amo y la esclava charlaban apoyados del barandal de estribor, dándole la espalda a Quincey, mientras contemplaban la orilla este del Lambert.

-Tuve que abrazarla para que se quedara dormida.

Basil giró la cabeza hacia ella y la miró arqueando una ceja.

-¿Pesadillas?- inquirió.

-No, solo dos fantasmas discutiendo dentro de su cabeza de modo incesante- clarificó Esmeralda con aspereza.

Quincey no tardó en descifrar que se estaban refiriendo a Bianca.

Valerosa era una embarcación realmente pequeña que no fue diseñada para transportar tantos pasajeros de alta cuna a la vez, motivo por el cual solo contaba con dos camarotes, incluyendo al del capitán, la tripulación dormía en hamacas bajo cubierta. Eso causó problemas al momento de convenir en donde dormiría cada quien. El capitán por supuesto que estuvo dispuesto a cederle su camarote a Quincey, no queriendo ofender a un gran maestro más de lo que ya lo había hecho al obligarlo a aprender la plegaria a la diosa Aqua, pero, para Quincey el pasar la noche apiñado con los demás no suponía ningún problema, sus años de ir a dormir en las claustrofóbicas barracas de los aprendices de la Orden del Filo Redentor aún estaban frescos en su memoria. El verdadero problema eran las mujeres, Bianca, Esmeralda, y Tavis. La idea de que durmieran apretujadas por los cuerpos de un montón de hombres sudorosos ya era de por sí inaceptable, y considerando que la carne era débil, y las tentaciones muy reales, Quincey decidió al final que el camarote del capitán sería para Tavis, y que Bianca podía hacer el sacrificio de compartir cama con Esmeralda en el camarote restante, Basil estuvo de acuerdo con él. A Flora por su parte no tuvieron que tenerle ninguna consideración, pues como pronto descubrieron la tripulación no parecía considerarla una verdadera mujer, y la trataban como si fuera una de ellos, ni siquiera le dirigían las mismas miradas recelosas que a las otras tres, no les molestaba tenerla a bordo. La razón de ello, tal y como Flora les explicó más tarde, era que los capitanes, tanto de agua dulce como de altamar, siempre se mostraban predispuestos a darles la bienvenida a los guardianes de juramentos, ya que su sola presencia reducía el riesgo de ser atacados. También afirmó que el caso era el mismo con las caravanas de mercaderes. "Eso explica porque el capitán no me cobró por ella" mencionó Basil al término de la explicación. Ese fue el momento en que Quincey en realidad entendió que los miembros de la Orden de Horkos eran los verdaderos campeones del pueblo, mucho más amados que legionarios o caballeros.

La historia que ellos se contaronDonde viven las historias. Descúbrelo ahora