Capítulo 36 - Arrepentimientos de la primera vez

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El cuerpo de la mujer se encontraba tumbado de costado frente a la entrada, siendo bañado por la tenue luz rojiza de una luna quebrada. La mujer usaba un vestido humilde de color pálido como la arena, tenía pies como las patas de un pájaro, orejas largas y puntiagudas como las de los primeros lúmenes, y plumas de colores vivos por cabello. Su rostro en cambio era de lo más ordinario, y de no ser porque se hallaba desfigurado por una expresión de agonía pura, Quincey habría podido decir que era bonito. Entre los brazos, apretado contra sus voluminosos senos, ella aferraba el cuerpo de un bebé.

Lo ocurrido allí difícilmente podía ser más evidente. La mujer había huido hacia el interior de la morada intentando escapar de un agresor, pero este le dio alcance, e infligió en su espalda una herida que la mató de forma casi instantánea. Casi, porque pese a que ella claramente ya se había encontrado muerta al golpear el suelo, aun había estado con vida al caer, pues había alcanzado a girarse para no impactar de frente y evitar aplastar a su bebé. No que hubiera hecho mucha diferencia al final, las manchas de sangre seca en las mantas que envolvían el cuerpo diminuto demostraban que la pobre criatura fue apuñalada instantes después del deceso de su madre. Probablemente habría estado llorando entonces, pidiendo ayuda con todas las fuerzas de sus pequeños pulmones ¿A quién había pertenecido la mano cruel que puso fin a su llanto? A Quincey no le llevó mucho tiempo descubrirlo, ya había visto heridas similares en el pasado, cuando acompañó a su maestro al norte, tanto la madre como el hijo habían sido víctimas de asesinos filo rojo.

Y no fueron los únicos. A lo largo de todo ese pequeño poblado, de viviendas que se parecían a enormes tinajas de barro; empotradas en las altas paredes de arenisca del desfiladero en cuyo interior habían sido construidas, se hallaban diseminados decenas de otros cadáveres. La mayoría, como Quincey pudo constatar tras una breve inspección, exhibían las mismas marcas de puñaladas que la mujer y su bebé, pero algunos otros pocos tenían en el cuello las huellas de los dientes de sabuesos incesantes, o habían sido empalados contra el suelo desde arriba, por los proyectiles, semejantes a estacas hechas de cristal negro, que lanzaban los testigos aéreos. Un cadáver en particular era poco más que una pasta sanguinolenta en el centro de un hoyo poco profundo. Ese sin lugar a dudas había encontrado su final bajo el mazo de acero abismal de un juez superior.

Quincey apartó la mirada de la carnicería a su alrededor, y la alzó hacia el fragmento del firmamento nocturno que le era posible vislumbrar más allá de la cima del desfiladero. Los pedazos de una luna roja, rota como una esfera de vidrio que había impactado contra el piso tras rodar hasta caerse del borde de una mesa, le parecieron una perfecta analogía para el estado actual del otrora honorable clan de Fabio. Haces de luz carmesí surgían de cada uno de esos pedazos y surcaban el cielo, como ríos de sangre emanando de heridas abiertas, heridas que no cerrarían jamás; ya era demasiado tarde para que pudieran hacerlo, la víctima no tenía pulso. Ni una sola estrella titilaba en medio de aquella oscuridad. Ese era un mundo muerto. No meramente un mundo lleno de cadáveres, pues incluso después de la más cruenta de todas las batallas las plantas podían volver a florecer en los campos. No allí, ese mundo era un cadáver en sí mismo, incluso su cielo estaba muerto.

La penumbra, sin embargo, no le impedía a Quincey contemplar cada detalle de aquella tragedia, podía verlo todo tan bien como si hubiera sido de día ¿Y por qué no habría de ser así? A fin de cuentas estaba seguro de que ese momento, al igual que los anteriores, habían sido preservados en el tiempo solo para él, solo para sus ojos.

En un principio, tras hallarse a sí mismo en un reino por encima de las nubes, donde se alzaban las torres más altas sobre las que había posado ojos hasta entonces, pensó que se había visto transportado a otro lugar, quizás a la cima de alguna de las montañas de la Cordillera Blanca. Pero, después de reparar en los dos soles que brillaban en el cielo, y las pilas de cadáveres mutilados pertenecientes a una raza de seres con la piel del color del granito, alas de murciélago en sus espaldas, y pequeños cuernos puntiagudos sobre sus cabezas calvas, a los cuales solo se le ocurrió dar el nombre de gárgolas, fue que Quincey se dio cuenta de que no estaba simplemente en otro lugar, sino por completo en otro mundo. Aunque esa declaración no era del todo acertada, él no estaba allí en realidad. Su cuerpo seguía en el interior del Cuarto Seguro, a merced de Ademia. Ella había enviado su conciencia en alguna clase de viaje espiritual, en esos momentos él era casi como un fantasma, invisible, incapaz de interactuar con lo que lo rodeaba, y, gracias a la Diosa Madre, incapaz de sentir la frialdad de toda la muerte que lo envolvía, o percibir el olor de la sangre. No obstante, a Quincey le desagradaba tener que pensar en sí mismo en cualquier forma semejante a una de esas aberraciones etéreas que asechaban las Montañas Negras. Para los espectros del clan Nergal incluso aquellos que en vida fueron familia y amigos eran víctimas potenciales.

La historia que ellos se contaronDonde viven las historias. Descúbrelo ahora