Capítulo 35 - Nada es eventual

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Quincey despertó temprano, después de haber pasado una larga noche de sufrir jaqueca y conseguir descansar únicamente en intervalos cortos e irregulares; todas las preguntas que le rondaban por la cabeza lo hostigaban sin reposo.

Fabio aun dormía en la otra cama, así que procuró hacer el menor ruido posible al levantarse y caminar hasta el baño. Una vez allí, gracias a la tenue luz de una vela junto al lavabo, pudo contemplar su rostro en el espejo. Se percibió un tanto demacrado, y con algo de bochorno advirtió que tenía en plana frente la marca de lápiz labial dejada por el beso de Bianca. Eso hizo que se alegrara de haber sido el primero en despertar, ahora podía limpiarlo sin que Fabio llegara a verlo, e inevitablemente hiciera uno o más chistes al respecto. Pero, ¿por qué conformarse nada más que con limpiarse la cara? Después de todo llevaba días sin tomar un baño, el barco no había sido un ambiente propicio para hacerlo. No lo siguió pensando antes de decidirse a abrir la llave del agua caliente en la bañera, e ir a buscar una muda de ropa limpia en su equipaje.

Deshacerse de la sensación de suciedad lo ayudó más de lo que creyó que lo haría, fue como si el agua jabonosa también se llevara consigo parte de la angustia y la frustración, la suficiente para renovarle las fuerzas. Poco le faltó para estimarse capaz de ignorar los caprichos de su curiosidad por al menos un día. Oh, que maravilloso, que idílico, hubiera sido eso... de haber sido cierto.

Quincey apenas acababa de salir de la bañera cuando se escucharon fuertes golpes que llamaban a la puerta de la habitación. Dado que aún no se encontraba visible dejó que la labor de averiguar de quien podía tratarse a esa hora tan de mañana recayera sobre Fabio, el cual se levantó de la cama profiriendo algunos de sus insultos más pintorescos.

-Mi señora Torre de Cristal- lo escuchó decir luego abrir la puerta-, en que puedo servirle.

¿Tavis?, ¿qué querría? A ella no le agradaba Fabio mucho más de lo que le agradaba Quincey, no acudiría a allí solo con el propósito de conversar. Con mucho cuidado Quincey se arriesgó a entreabrir la puerta del baño para poder asomarse a ver qué ocurría. Un somnoliento Fabio, aun en pijamas, se encontraba ante una Tavis, que tenía una expresión de pocos amigos en el rostro, y una mano apoyada sobre la empuñadura de una espada de cristal azul oscuro que llevaba ceñida a la cintura. Del mismo tono azul oscuro que el cristal de esa espada era el jubón sin mangas que ella vestía, al igual que la capa que colgaba a su espalda, y la cual sujetaba con un broche plateado con el emblema de su clan. Esa era en definitivo la indumentaria de un noble que estaba listo y dispuesto a cumplir con sus deberes formales.

-La antorcha en Dioniso está ardiendo- anunció Tavis-. Tenemos que subir.

Fabio no le respondió, en lugar de eso se propinó a sí mismo dos palmadas a ambos lados de la cara para espabilarse, y luego prácticamente brincó hasta el bolso con sus pertenencias para alistarse a salir. Quincey por su parte volvió a cerrar la puerta del baño, y se apresuró a terminar de secarse. Acabó vistiéndose no con la ropa que había elegido antes de bañarse, sino con una que le permitiera mayor libertad de movimiento, con botas de cuero aptas para terreno escarpado. No obstante, esa no fue la verdadera razón por la que decidió realizar ese cambio de último minuto, tal y como Flora les recordó durante la cena, se dirigían rumbo a ver a una persona muy peligrosa, Quincey no contaba con cota de malla ni espada, y le había dejado su báculo de gran maestro a Lucila antes de partir, todo su arsenal en esos momentos se reducía a solo una varita de ébano, por ello si lo peor llegaba a ocurrir quería contar con la seguridad de que no acabaría resbalándose por culpa de una túnica, o por la suela de zapatos elegantes que resaltaban tanto por su lustre como por su falta de practicidad.

No menos de cinco minutos más tarde Quincey se encontraba a las puertas de la posada junto con Tavis y Fabio, quien también había decidido hacer caso a las palabras de la guardiana de juramentos y llevar consigo a Areté. Aquella era una mañana despejada por lo que Dioniso se veía con toda claridad en la ladera de la montaña más cercana a la ciudad, la cual Quincey habría aprendido ayer que se llamaba Monte Aulós. El camino para ascender hasta el asilo, sin embargo, no era tan evidente desde esa distancia, y Quincey solo podía esperar que fuera fácil de encontrar una vez salieran de Ninazu; el tiempo apremiaba.

La historia que ellos se contaronDonde viven las historias. Descúbrelo ahora