Capítulo 20 - El lamento de Adelfried

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Al principio pareció que nadie había resultado herido de gravedad durante la batalla, lo que era un gran consuelo tras recibir tan malas noticias, pero pronto comenzaron los calambres, los gemidos; que no tardarían en convertirse en gritos, y los desfallecimientos. Los soldados que seguían ilesos cargaron a sus camaradas hasta el templo, y los recostaron de los bancos de piedra. En el momento que les removieron las armaduras para poder examinarles mejor las heridas, retrocedieron tapándose la boca con las manos. Allí donde el filo de las armas de los muertos vivientes había conseguido cortar a través de la cota de malla, la piel se había tornado de color negro, y ahora expedía un fuerte olor a carne descompuesta. Pequeñas líneas negras, que casi parecían tratarse de alguna clase de tatuaje viviente, lentamente se abrían paso desde las heridas hacia el resto del cuerpo.

-¿Qué en el nombre de la Diosa Madre es eso?- preguntó uno de los soldados.

-No tengo idea, jamás en la vida había visto algo como esto, ni siquiera tras enfrentamientos con la Vanguardia del Invierno- respondió otro de los soldados.

Sin embargo Quincey si había visto una reacción similar con anterioridad, durante su viaje con Adelfried al norte, y pudo reconocerla por lo que era.

-Esas heridas fueron causadas con acero abismal- declaró.

-En eso tienes razón muchacho- dijo Cedric que acababa de llegar, tenía los guanteletes de su armadura cubiertos de hollín, y cargaba consigo un objeto envuelto en un paño. -Recupere esto de una de las hogueras en la que arroje a uno de esos miserables muertos vivientes.- Cedric colocó el objeto sobre uno de los bancos, y abrió el paño para que todos pudieran verlo. Se trataba de una espada hecha de metal negro, el cual bajo la luz de las velas en el altar emitía destellos azulados. -Pude sentir su frialdad a través de mi armadura, incluso al levantarla de los restos de la hoguera.

Por un rato nadie dijo nada, incluso los heridos quedaron en silencio, todas las miradas se mantuvieron fijas en aquella arma. El acero abismal era muy raro, incluso en el norte ¿Cómo era posible que el nigromante hubiera conseguido abastecer a su ejército con armas hechas de él?

-¿Podrá exorcizar a mis soldados de los efectos de esas armas?- le preguntó el Capitán Isaac a Cedric.

-Podría, si estuviéramos lidiando con una maldición, esta es una reacción natural al acero abismal, es tan corrosivo como la sangre negra. Me temo que solo las legiones tienen tratamientos para esta clase de heridas.

-No hay legionarios en las Tierras de Cultivo, jamás los hay.- Por la expresión de pesar que adoptó el rostro del capitán, a Quincey le quedó en claro que no le gustaba la opción que estaba considerando en su mente, él ya podía presentir de cual podía tratarse, y aunque tampoco le gustaba no veía ninguna otra alternativa. Si esas heridas no eran tratadas la corrupción acabaría consumiendo a aquellos hombres, despojándolos de su voluntad, transformándolos en esclavos del Abismo. No muy diferentes a los muertos vivientes, que eran meros esclavos del nigromante que los creó. Al final el capitán dio la orden: -Procedan a amputar.

Los soldados lo miraron incrédulos. El capitán tuvo que reiterarse para que le obedecieran. Quincey decidió marcharse, no tenía estómago para presenciar aquello. Regresó a la plaza central, donde encontró a Carrie hablando con el Gran Maestro Heinrich junto a la estatua de Ludwig.

-Nunca se habían retirado antes de la media noche- dijo el anciano.

-Puede que el nigromante haya considerado que no valía la pena perder más tropas- sugirió Carrie, intentado mostrarse optimista ante la situación.

-Los muertos vivientes se burlaron de nosotros atacando nuestra retaguardia desde el lago. Algo me dice que si el nigromante así lo hubiera deseado estaríamos todos muertos en este momento.- Quincey le habló con la amargura que acarreaba el saber que había fracasado ¡Todos ellos lo habían hecho! Puede que decenas de muertos vivientes yacieran reducidos a cenizas en las hogueras, pero la gente de Églogas realmente no estuvo más a salvo que durante los ataques previos. El enemigo logró llevarse a tantos de ellos como quiso. Sin embargo, para Quincey el fracaso y la vergüenza que los acompañaban eran personales; él estuvo en el muelle, debería de haber sido capaz de verlos, debería de haberlos detenido, o siquiera dado la voz de alarma. Los sollozos de la gente de Églogas se sentían como sal sobre heridas abiertas, todas y cada una de sus lágrimas recaían sobre su conciencia. Si no hubiera estado tan distraído hablando con Bianca quizás el pequeño Ritter aún se encontraría durmiendo en su habitación, soñando sobre las aventuras que tendría cuando llegara a ser un caballero. Con casi total seguridad ahora jamás lo sería.

La historia que ellos se contaronDonde viven las historias. Descúbrelo ahora