Capítulo 11 - El precio de la vida

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-Mors Certa- leyó la supuesta niña de la capucha roja, tras lo cual con gran destreza, como si fuera algo que hubiera hecho centenares de veces antes, desarmó el revólver y dejó que una a una sus piezas golpearan el suelo. El tambor vacío de balas rodó hasta los pies de Wesley quien lo observó con ojos llorosos. Emil que estaba parado a su lado sintió el corazón atenazado por la lástima, pues Wesley había heredado esa arma de su maestro, quien fue además su padre.

-Intenté advertirles- dijo.

En respuesta a sus palabras tanto Wesley como Christie alzaron la cabeza dirigiéndole miradas asesinas, mas manteniéndose fieles a su entrenamiento como pistoleros no abrieron la boca para pronunciar injurias en su contra; incluso insultos podían revelar volúmenes sobre el carácter de una persona y debían cuidarse de darle al enemigo cualquier tipo de información que pudiera usar en su contra.

Por su parte el lumen de la capa de piel de lobo blanco, habiéndose entregado de lleno como un buitre a la tarea de consumir los cadáveres de los acólitos, los cuales apenas media hora antes había reanimado, ni se molestó en voltearse para mirarlo. Ese que se encontraba pagando era el desagradable costo de la nigromancia, era la magia más tóxica que existía por lo que acababa pudriendo las entrañas de aquellos que la usaban a menos que se le diera otra cosa que descomponer, carne era ideal y si estaba cruda e infestada de gusanos mejor. Emil estaba al tanto de eso porque él también sabía nigromancia; la había aprendido de uno de los mejores, y las palabras que su maestro le dijo en más de una oportunidad aún seguían frescas en su mente: "Si quieres vivir entre los muertos entonces debes alimentarte de ellos." Claro que a Bedwyr el Lich le había sido muy fácil decir eso cuando todo lo que alguna vez podía haberse podrido en él ya lo había hecho siglos atrás.

La pequeña lumen también lo ignoró, y tras tomar el siguiente revólver de la mesa frente a ella lo vació de balas y leyó el nombre grabado en su costado:

-Hora Incerta.

Lo desarmó con tanta rapidez como al anterior.

Mientras esa escena se desarrollaba Mina se encontraba sentada en el suelo bajo la sombra del pórtico de la posada, con la cabeza apoyada de las rodillas, y el rostro oculto tras sus largos mechones de su cabello rojo. El bonito vestido que se había puesto al despertar había quedado irremediablemente arruinado durante el transcurso de la mañana, lleno desde su falda hasta sus hombros de manchas de sangre. Más la ropa no era lo único que tenía cubierto de sangre, también lo estaba la palma y el dorso de sus manos. Emil, que no la había notado moverse de esa posición desde su llegada, le dirigió una mirada cargada de compasión.

-Bonnie- leyó la pequeña lumen, alzando el revólver que el difunto Baxter había hecho por sí mismo y bautizado con el nombre de la hermana menor que perdió a los jinetes fantasmas. En la madera de la culata Baxter había pintado dientes de león, porque recordaba de su infancia que en verano esas flores amarillas habían adornado las colinas que rodeaban su poblado natal de Puertas de la Medianoche, pero eso fue algo en lo que el corazón del dragón apenas se detuvo en reparar.

Una vez las piezas de Bonnie yacieron junto a las de los revólveres de Wesley fue el turno de Nancy, el revólver que por pura coincidencia se llamaba como la madre de Baxter, y que éste heredó de su maestro. Sin embargo Emil ya había tenido suficiente de esa humillación y dio un paso al frente con el fin de detenerla. Pero un paso fue todo lo que llegó a dar, porque enseguida pisó un pedazo de vidrio perteneciente a alguna de las ventanas que se había roto durante la pelea de la noche anterior, y al bajar la cabeza y ver reflejado su rostro en el cristal cayó víctima del adversario más difícil de matar que había encontrado en toda su vida: el hábito. Incluso hallándose a punto de cometer el que fácilmente podía llegar a ser uno de sus mayores errores era simplemente incapaz de no detenerse a asegurarse de que su cabello estuviera debidamente peinado, de que su chaleco no se viera demasiado sucio, y de que no hubiera arrugas en su camisa. Lo que le hacía todo ese engorroso ritual aun peor era, que cada vez que lo cumplía acababa escuchando en su cabeza la voz de su madre, recordándole que no importaba con qué rol tuviera que cumplir al subir escenario, siempre y cuando se asegurarse de lucir fantástico en él.

La historia que ellos se contaronDonde viven las historias. Descúbrelo ahora