Capítulo 40

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Los ruegos de sus padres y su hermana se sucedieron durante todo aquel día. Hasta el prometido de Hayley intentó interceder sin éxito. No corrió mejor suerte la señora Kenton, que ni siquiera logró que Graham probase sus dulces favoritos. Su padrino, el Dr. Leigh, era la última carta. Y también él fracasó.

Sin saber ya a quien recurrir, Bob llamó a Alex con la esperanza de que su influencia hiciera entrar en razón a Graham. Pero no logró dar con él. Desesperado, advirtió a su hijo.

-¿Prescindirás de Alex después de todo lo que ha hecho por ti?

Graham sonrió con tristeza al pensar en "todo lo que había hecho por él". Aún así, respondió.

-Alex ha sido el primero en saberlo. Y no perderá su empleo, será reubicado.

La decisión estaba tomada y parecía irrevocable. A su pesar, la familia debió encomendarse al cielo a la espera de que nada malo sucediera y Graham al fin recapacitara.

Dos fueron los días en que ocultó y soportó estoicamente la hemorragia que inflamaba su cadera. Confinado en su cama, con la vana esperanza de que su rostro desencajado por el dolor pasara inadvertido frente a los demás, Graham esperó. Con toda su alma, deseó entregarse a un olvido que jamás vino en su ayuda. Entonces imploró por la muerte, por un final que ante sus ojos aparecía como la única salida posible frente al dolor infinito de una traición que jamás imaginó. No deseaba más que liberarse de aquella herida, de la humillación, del sentimiento de insignificancia que lo aplastaba. No podía ni quería confiar a nadie su pena. Sabía que no había desahogo posible para él. Y compartir con alguien su pesar sólo añadiría vergüenza al daño. Porque...¿quién en su sano juicio podría confiar ciegamente como él lo había hecho? ¿Qué persona razonable podría pensar que un hombre como Alex se ataría a él por otra razón que no fuese el dinero?

"Todas esas insensateces, las he creído yo", se decía con la vista fija en el techo. Incapaz de perdonarse a sí mismo por su credulidad y por seguir amando a Alex de la forma en que lo hacía. Era inconcebible y malsano. ¿Cómo podía amar al hombre que había hecho todo lo necesario para ganarse su repudio? No podía explicarlo. Sólo sabía que aquel amor nacido tiempo atrás, todavía crecía en su interior. Pero ya no era igual. Aquella emoción que le había deparado tanta dicha y esperanza se le aparecía hoy como un parásito que anidaba en él, consumiéndolo de a poco, sin cesar. Su deseo de morir era el reverso de su anhelo de matar aquel amor que ennegrecía su vida tan intensamente como alguna vez la iluminó.

Pero las cosas rara vez suceden de acuerdo a los deseos. Y contrariando sus expectativas, la muerte no llegó. Sólo llegó la inconsciencia, un oportuno desmayo que su familia supo utilizar para su traslado al hospital.

Después de las pruebas diagnósticas, el Dr. Wainwright se acercó a la familia.

-Como suponíamos, es una hemorragia interna. Puede que sea consecuencia de un traumatismo o bien pudo ser espontánea dado que ya no recibe tratamiento de profilaxis.

-¿Qué harán con él?- preguntó su padre ansioso.

-No mucho. Ha renunciado a recibir tratamiento y sólo él puede revocarlo.

-Pero...pero...es un disparate...- dijo Bob casi fuera de sí- no pueden dejarlo morir...

El médico bajó la cabeza.

-¡Dr. Wainwright!- exclamó.

-Señor Coxon...- respondió exhalando lentamente- ni yo ni nadie podemos obligar a Graham a recibir un tratamiento que no desea. Su hijo es mayor de edad y al momento de firmar se encontraba en pleno uso de sus facultades mentales. Desatender su solicitud significaría un problema para la institución y sus profesionales.

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