Caminé lentamente por aquel largo pasillo. Ya me había acostumbrado a la suciedad que cubrían los azulejos del suelo y las paredes pero siempre había pensado que, sabiendo que iban a descuidarlo tanto, podrían haber escogido un color que resaltara menos esos detalles que el blanco. Podía escuchar perfectamente los pasos del hombre que caminaba detrás de mí, siguiéndome. Como guardia que era, llevaba el típico traje de policía, ligeramente más oscuro, con su porra colgando del cinturón en el que también guardaba su pistola y sus llaves universales. Era capaz de escuchar la goma de sus zapatos golpear el inmundo suelo con cada pisada.
Sonreí inevitablemente. Aún recordaba mi primera gamberrada, la que provocó que me expulsaran de mi primer colegio y me devolvieran al reformatorio en el que me encontraba, la que produjo que comenzara aquel ciclo y se repitiera una y otra vez: me matriculaban en un colegio de pijos, me portaba mal, volvía locos a todos los profesores, hacía una broma demasiado pesada, era expulsada del colegio y me internaban en el reformatorio hasta que me matricularan en un nuevo lugar. Me había acostumbrado mucho a aquello.
Pero... llevaba tanto tiempo en aquella pequeña cárcel que ni siquiera era capaz de recordar qué era lo que había hecho para que me encerraran ahí. Lo más probable era que mis padres biológicos lo supieran pero no les había visto desde que tenía cuatro años. Apenas recordaba sus rostros, si quiera. Solo tenía el dulce recuerdo de un mechón de cabello rubio y lacio de mi madre que recorría su hombro, una blusa blanca y una pulsera que me cedió y que, por alguna razón que ni yo comprendía, llevaba siempre conmigo.
Por parte de mi padre, lo único que sabía era que había heredado tanto el color de su cabello como el de ojos. También recordaba las visitas frecuentes de mi madre durante unos meses cuando me internaron aquí por primera vez hasta que, un día, mi padre interrumpió una de las reuniones para agarrarla de la cintura mientras ella gritaba queriendo volver a mi lado. Se la llevó y no volvió nunca más.
Sacudí mi cabeza queriendo sacar aquellos pensamientos de mi cabeza. Eso era agua pasada, unas tonterías sin la mínima importancia. Me fijé que nos encontrábamos en el pequeño trozo del pasillo en el que las paredes estaban cubiertas por espejos. Una pequeña estrategia para demostrar a la gente que entraba y salía, cómo eran en realidad. No pude evitar mirarme y ver mi iris castaño junto con mi cabello lacio que caía sin gracia.
El solo pensar que me pudiera parecer a aquella bestia a la que antes llamaba "padre", me enfurecía.
Me percaté, gracias al reflejo, que el hombre que me seguía de cerca, me vigilaba con demasiado detalle. Me peiné el pequeño flequillo que caía por uno de los lados de mi rostro y que, en ocasiones, era capaz de tapar por completo mi ojo derecho. Continué caminando, ignorando al hombre y fijándome en mis manos. Sobre una de mis muñecas se encontraba la pulsera de mi madre. Ni siquiera yo sabía qué tenía de especial, solo eran simples trozos de tela con brillantes de decoración que se unía por un imán.
Por fin, divisé la ventanilla, protegida por una rejilla pero que dejaba, en la parte inferior, un espacio libre por donde se podían pasar cosas de tamaño medio. El hombre que se encontraba tras ella, me sonrió y, sin siquiera decirle nada, comenzó a buscar mi expediente. Era un hombre que ya poseía sus 45 años bien cumplidos. Puede que sus arrugas se conjuntaran con su inicial expresión seria y le hiciera parecer una persona borde pero, en cuanto sonreía, era imposible no pensar que se trataba de buena gente.
Una vez encontró el expediente, lo dejó en una mesa antes de de darse la vuelta para continuar buscando algo más. Desde mi lugar, fui capaz de leer los papeles:
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¿Quién soy yo?
Teen FictionNo hay forma más básica de describir una historia que diciendo que contiene un inicio, un problema y un desenlace. No puedo decir lo mismo de esta historia protagonizada por una joven que, como muchos escucharéis decir, está perdida y parece buscar...