La noche. Bendita noche cuando se presentó. Las lágrimas que aguantó y después derramó. Me las bebí cuando dudó, temblorosa. La inseguridad y miedo, lo llevaba adherido a su ser desde hacía unos años. Y por mucho que pudiera decirle —sin sentirse rechazada como le había pasado—, en una noche no iba a desaparecer. La amenacé con volver a plantarla en el jardín todas las veces que fuera necesario. Solo quise que confiara en mi. Después se durmió sin que pudiera repetir tal como le había pedido cuando acabamos.
Era las diez de la mañana. Alice llevaba puesto mi kimono. Nos habíamos duchado: ¿Juntos? No. Mis ganas. La ducha era pequeña y hubiéramos tenido que hacer más filigranas que un contorsionista. Pero recreé mi vista todo lo que pude cuando fue su turno. El baño matutino que debió ser energizante, nos produjo el efecto contrario a ambos, dejándonos por completo laxos. Y nada más salir del baño de nuevo nos acostamos. Cogió la misma postura con la que estuvo durmiendo en la noche. La posición de «cucharita», me gustó tanto como a ella. La cual pude abarcar cubriéndola, donde mi pierna rodeó las suyas y mi brazo su pecho. Mi mano ya conocía de memoria el camino de curvas y oscilaciones de su cuerpo. Comencé a acariciar con la yemas de los dedos su pecho que se irguió nada más lo rocé.
—¿Sabes que quiero ahora? —La suavidad en su voz me dio la esperanza que quería lo mismo que yo.
—Mmm.. déjame adivinar. —Saqué la mano intrusa de interior del kimono y la desplacé hasta su entrepierna que cubrí con la palma—. Aquí es donde quiero volver a estar y que vuelvas a troncharme la cintura con esas piernas de acero que Dios te ha dado. —No veía su rostro, pero su cabeza negó—. ¡¿Cómo que no?!
Tuvo el descaro de reírse después de pisotear la ilusión de un polvo mañanero. No me iba a dar por vencido fácilmente. Acaricié con los labios su oído, besé el pulso latente en su cuello. Mientras los dedos de una mano jugaban con mechones todavía húmedos en su cabello, la otra comenzó a reptar por su vientre en el cual me detuve al sentir un pequeño león gruñendo dentro.
—Alice, ya sé que quieres. —Se giró con ojos somnolientos, rozando casi su nariz con la mia—. Que mal amo de casa soy. No hemos desayunado y anoche quemamos calorías.
—La verdad.., si que tengo un poco de hambre, anoche no cené, pero era otra cosa a lo que me refería.
—Y eso es...
—A que sigas contándome -susurró entre dientes y pestañeó varias veces—: Háblame de ti.
—«Háblame de ti, te hablaré de mi. Romperemos el miedo que nos da el amor. Háblame de ti, quiero conocer».
Alice terminó de despejarse cuando me oyó cantar. Me sorprendió su reacción porque daba por hecho que ya no lo iba a conseguir. Se subió encima de mi, recostándose sobre mi cuerpo y apoyó su barbilla sobre sus brazos cruzados en mi pecho.