No verla cuando tuviera que viajar por asuntos de trabajo era un hecho por el cual debía acostumbrarme, pero estaba el correo y teléfono para poder comunicarnos. Ahora ni eso. Llevaba tres días sin saber de Alice. Cuando le dije que nuestro acercamiento tenía que ser nulo, era en toda la extensión de la palabra. Solo en caso de una urgencia me podía llamar. Ahora tenía un «mono» de tres pares de cojones. Y el síndrome de abstinencia de no estar con ella, ni tan siquiera oirla, sumado a la preocupación, provocó que después de ocho años de haberlo dejado, hiciera una visita al estanco. No era el Ducados rubio que fumaba por aquel entonces. El tabaco picaba no sólo la garganta y pulmones, también la cartera, ya que el precio era el doble. No me quedó otra que alternar cigarro con caramelos de menta.
Quizás me excedí, porque no creo que los dos desgraciados que tenía en mente llegaran a tanto hasta para controlar las llamadas. Eso en caso de que fueran ellos, porque tenía mis dudas. Lo último que sabía —y de eso fue hace mucho—, es que estaban pagando condena en una cárcel de Tailandia.
Fui demasiado estricto, más bien un hijo de puta y, las manos ya me quemaban cuando cogía el móvil para hacer una llamada. La tentación de saber como se encontraba me estaba matando. Y de matar iba la cosa en cuanto pudiera hacerme con mi amigo Óscar.
De palabras malsonantes o insultos lo fue en estos días. Tanto mi boca y pensamiento reventaban como palomitas de maíz en un microondas. Porque después de estos días intentando hacerme con él, apenas hacía una media hora me llamó y después de unos escuetos saludos se cortó la llamada. La suerte parecía no estar de mi lado, a pesar de volver a insistir en llamarlo.
—Es el tercer cigarro que te fumas en lo que llevas de tarde. —Lo afirmó porque se había pasado un rato por la jardinería antes de recoger a su novia y de vez en cuando salí al patio a fumar.
Vi de soslayo la mano de Cameron como iba hasta mi boca, cuando iba a dar otra calada. Era la segunda vez que lo hacía: Intentar quitármelo.
—La mano quietecita. Que hoy me tienes contentito. —Le avisé con ironía.
—Venga, hombre. ¿Qué quieres que haga? Tengo una novia que lee los pensamientos.
—Y Brenda se los lee a ella, ¿no? —Bufé.
Se apoyó en la pared, a mi lado.
Hacía quince minutos que cerré la tienda, y me pasé por la peluquería de Katia que también estaba a punto de cerrar. Cuando entré se encontraba Cameron y Brenda, recibiéndome en un silencio sepulcral, rompiéndolo la novia de Cam, en un lloriqueo sin lágrimas, pero afectada: «Anoche me contó todo Cameron».
Yo se lo conté a él ese día por la mañana. Y esa misma tarde antes de pasarme, ella se lo dijo a Brenda. No me quedó otra que amenazarlos en que si decían algo a Owen —que bastante tenía con su enfermedad y decidirse si iba o no a París para ver a Marie—, les rebanaría a los tres el pescuezo. Díez minutos después de la falsa intimidación, salí fuera y me apoyé en su fachada para fumar debajo del logotipo —una mano sujetando una bote espray—, y el nombre de la peluquería: Hairspray Planet. La verdad, le iba que ni pintado el nombre de <<planeta de la laca>>, olor a ella hacía mucho para coger un buen colocón.