De pequeña, fueron muchas las veces que me despertaba ya entrada la madrugada, por algún mal sueño o simplemente porque había dormido lo suficiente. Tanto por un motivo u otro, siempre iba hasta la habitación de mis padres, me subía a la cama y gateaba hacía ellos. No decían nada, mi madre se apartaba un poco y mi padre levantaba el brazo que la rodeaba para que pasara por debajo y ubicarme en medio de los dos. No había nada más que me gustara, sentir ese brazo que era capaz de abarcar dos personas y, sobre todo porque que sabía muy bien abrazar.
Pero la infancia pasó rápida.
Los abrazos los clasificada por categorías: de amistad que los reclaman amigos y familiares, los de segundas intenciones, que los ves venir, de esos los hubo en el instituto y la universidad… Y el falso, que se oculta y una vez conseguido su objetivo, se echaba a dormir a un lado como si una no existiera. Era el peor. Luego llegó el día que dejé de darlos y evitaba que me los dieran. Pero descubrí un abrazo, el que te pilla de sorpresa, te agarra y no te suelta. Donde mi mente ordenaba un suéltame y el corazón gritaba no lo hagas. De ese tipo —aun sin clasificar—, llegó con Roko cuando regresó. Durante toda la noche, hasta ahora mismo, hora de levantarse, lo observé mientras dormía y seguía sin soltarme. Daba igual que me pusiera de espaldas a él o de frente, se mantuvo agarrado a mi. Y a pesar de su sueño pesado, en el cual nombró a varias personas y también sonreía —estaba segura que su vida onírica era igual de intensa—, de vez en cuando no sólo me abrazada, también me acariciaba la espalda. Fue ese hecho, el que me hizo recordar cuando de niña lo hacía mi padre. Lo sentí igual, como si el brazo de Roko me hablara y dijera: «Aquí estoy, no me he ido».
Él durmió relajado y profundo, yo en un duermevela, sin llegar a conciliarlo durante bastante tiempo. No dejé de pensar todo lo que había pasado desde que nos volvimos a ver, hasta llegar al punto donde nos encontrábamos. No podía negar que me sentía abrumada por los últimos días, con una mezcla rara de emociones, donde el miedo y la felicidad compartían el mismo espacio.
Conseguí separarme un poco para observar mejor la placidez con la que dormía. En la rítmica respiración en su pecho. En la transpiración que perlaba su frente y la anchura de sus hombros; donde desde uno de ellos hasta la muñeca, lo recorría un gran tatuaje de flores.
—Roko… —susurré.
Arrugó el entrecejo. Pasé mi dedo índice por los pequeños pliegues formados, hasta que desaparecieron. Abrió con pereza solo un ojo, y esbozó una tenue sonrisa.
—No me quiero levantar —protestó—. Hemos dormido muy poco.
—Tampoco me apetece, pero hoy tengo que llegar antes. —Fue decirlo y gruñir.
Me besó el cuello. Y sin esperarlo, un montón de kilos, se subieron encima de mi, pero supo muy bien amoldar su cuerpo al mio. Si no fuera porque le dije a Carol que me reuniría con ella temprano, no me hubiese importado retrasarme un poco.—Díez minutos más —suplicó.
—Ese tiempo mejor para un aseo y desayuno rápido .—Sopló sobre mi frente. Comenzó a repartir pequeños besos que descendieron desde mi cuello hasta el hombro—. De verdad que me quedaría, pero queda solo una hora —suspiré. Sus labios cambiaron de un hombro a otro, esta vez los besos ascendieron hasta mi mejilla. No parecía o no quería enterarse de nada—. ¿No tuviste suficiente anoche? Porque lo hicimos en el coche, y después, cuando comentaste que querías ver mi cama. —Creí haberle convencido cuando se incorporó, pero lo que hizo fue abrir mis piernas y meter la cabeza entre ellas. Me tensé—. Roko.., para. No me refería a ese tipo de desayuno.