Prólogo

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El escenario frente a mis pies ya era un retrato común en mi cabeza: escombros, humo, sangre, incluso el olor de los huesos carbonizados de las personas se había vuelto algo por lo que ya no valía la pena quejarse

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El escenario frente a mis pies ya era un retrato común en mi cabeza: escombros, humo, sangre, incluso el olor de los huesos carbonizados de las personas se había vuelto algo por lo que ya no valía la pena quejarse. Sí, aún recuerdo los tiempos en los que dichas imágenes alguna vez me causaron pesadillas. Sofocantes gritos de personas desapareciendo en el aire, al mismo tiempo que sentía el palpitar de sus corazones detenerse. Noches continuas sin soñar nada más que desesperación y sufrimiento. Lo que más me aterrorizaba, lo que me impedía volver a cerrar los ojos mientras yacía en mi cama, era el profundo silencio que se alzaba en el ambiente tras los últimos suspiros agonizantes.

¿Hace cuánto de esos días? No lo sé. Cuando me esfuerzo en intentar evocar una memoria del pasado solo veo muerte y destrucción... Pareciera que siempre he estado rodeado de ella.

Mientras caminaba sumergido en mis pensamientos, oí un leve gemido a mi derecha. Alcé la vista del suelo cubierto de brasas y al buscar con la mirada hacía un lado, observé como una figura grande y regordeta se agitaba sin control aparente en un rincón. El hombre se arrastraba de entre una pila de escombros en un intento desesperado por buscar aire. Débiles sollozos se escapaban de sus labios, al igual que unas lágrimas se deslizaban por sus pálidas y sucias mejillas. Una alargada barra de metal se le había incrustado en el dorso y sus pies no eran más que bultos negros, a consecuencia de haber sido carbonizados por el fuego. En medio de su infierno, el hombre soltaba alaridos de dolor mientras temblaba y se retorcía con cada empujón que su cuerpo daba hacia el exterior.

No llegó muy lejos.

—Por favor, alguien... —susurró con voz apagada, aquellas que fueron sus últimas palabras antes de quedarse inmóvil en el suelo.

No tenía que acercarme a confirma algo que mis sentidos amplificados podían detectar desde la distancia. Ya no había pulso. Estaba muerto. Como todos los demás después de un trabajo bien hecho.

Desvié el rostro del cadáver y continué mi camino hacia adelante.

No importa. No era la primera vez que veía a alguien morir y tampoco sería la última.

A mi alrededor, el fuego implacable continuaba arrasando sin piedad todo a su paso: ardiendo, desbastando y acabando con aquello que se le interpusiera en su camino. A todos menos a mí.

Conforme transcurría los minutos, los llantos y gritos fueron cesando hasta que solo permanecieron unos pocos, aunque eran tan débiles y sutiles que apenas y podías contarlos. Alcé la vista al frente y observé con desgano el paisaje que me rodeaba: un cascarón vacío de lo que antes fue un pueblo.

Una vez más lo confirmaba, no había nada que el fuego no destruyera.

Bien... Fue suficiente.

Al escuchar mi orden, las flamas esparcidas que ardían por todo el pueblo se vieron obligadas a acudir a mi silencioso llamado. Caminaron hacia mí y a medida que se acercaban entre ellas, comenzaron a juntarse rodeando mi cuerpo y formando hileras de fuego que se extendían hasta los límites del pueblo. Contemplé las llamas por breves segundos, dejando que estas me transmitieran los últimos momentos de aquellas personas a las que les habían arrebatado sus vidas. Después, exclamando un leve suspiro, las obligué a entrar de regreso al mismo lugar de donde salieron, a mi interior.

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