Capítulo XXIII

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Empecé a alistarme con dos horas de anticipación. Me reconfortaba un poco pensar que mi buen amigo me acompañaría, pues sería un gran apoyo en caso de un percance. Me maquillé y peiné. Mis labios resplandecía, pues ahora estaban entintados en un tono rojo. Elegí lo más presentable que tenía para llevar a la fiesta; una blusa negra y de manga larga, lo que la hacía especial eran el par de tiras delgadas que cruzaban en forma de cruz por el pequeño escote, así como que era de una tela que se ceñía un poco al cuerpo, dejando a la vista lo delgada que era; además de unos pantalones de mezclilla ajustados y unos taconcitos bajos color negro. Me miré al espejo por varios minutos. Tenía miedo de salir del cuarto y toparme con la reacción de papá y Alberto, seguramente moriría de vergüenza. Aún que debía aceptar que finalmente me sentía como una joven normal. Abrí la puerta lentamente y anduve por el pasillo despacio. Intentaba no llamar la atención, pero mis zapatos hacían un alboroto al pasar. Alberto volteó desde el comedor, y papá asomó su cabeza por la entraba de su cuarto.

—¡Uff, mujer! —exclamó mi amigo de manera divertida y en broma, adulándome.

—¡Ey! —lo reprendió mi padre, frunciendo el ceño.

Se rio bajito como respuesta y levantó el dedo su dedo pulgar hacia mí, asintiendo, sin que Jerry lo viera.

—¿Y forzosamente tienes que ir así? —preguntó papá.

—¡Oh, vamos! —exclamé—. No es para tanto.

Sonrojada, avancé hacia el baño rápidamente, evitando otro alago o reprimenda. Y yo que solo quería ir a lavarme los dientes con tranquilidad. Cuando dieron las 7:00 en punto los tres salimos de casa. Papá puso la condición de que él nos llevaría e iría por nosotros en la camioneta. No puse objeción. Batallamos un poco para encontrar la dirección por medio de Google Maps. Cuando los estacionamos frente a la casa yo me sentía al punto de un colapso nervioso gracias a la ansiedad que me generaba lo desconocido. A través del vidrio pudimos apreciar una casa que parecía perfectamente normal, una construcción sencilla y de dos pisos. En la puerta había un anuncio enorme, hecho de varias cartulinas pegadas y con una letra bastante fea, que decía “bienvenida 2019”. Hasta afuera se podía escuchar la música alta y de reguetón que ambientaba el lugar, incluso me pareció haberme topado alguna vez con la melodía en la señal de la radio. En el patio de pasto seco había varios grupitos de jóvenes esparcidos, quienes reían con fuerza o platicaban con un cigarrillo en la mano y una lata de cerveza en la otra. Me alegré un poco al ver sus atuendos, pues eran igual de sencillos que el mío o el de Alberto, no íbamos a desentonar para nada.

—Diviértanse, pero no demasiado —habló papá— Y no acepten ninguna de esas porquerías.

Ambos asentimos en silencio. No sabía si era la poca iluminación de que ya estaba por caer la noche, pero mi amigo parecía ligeramente verdoso del rostro. Nunca le llegué a preguntar cómo se sentía al respecto.

—Te marco para que vengas por nosotros —me giré hacia papá, plantándole un rápido beso en la mejilla.

—Hasta luego, señor —se despidió Alberto, abriendo la puerta de su lada.

Cuando bajamos del vehículo, papá arrancó enseguida. Pude notar que las piernas me temblaban. Oré por no caerme simplemente caminando hacia la puerta. Busqué a Beatriz con la mirada, sintiendo el corazón en la garganta.

—¿Y que es lo que vamos a hacer aquí? —me preguntó mi amigo.

—Mezclarnos y lucir normales —le informé mientras sacaba mi teléfono del bolsillo para enviarle un mensaje a Beatriz.

—Como eso se nos da tan bien —respondió con sarcasmo.

—Además, aquí debe estar él, el sujeto raro del que te hablé, se llama Daniel. Debo encontrarlo y hablar con él.

Beatriz me respondió que ya estaba adentro. Le pedí a Alberto que me siguiera. La respiración se me iba conforme atravesábamos el patio. Era casi una locura que estuviera ahí solo por la obsesión que tenía con Daniel. Lo único que quería era verlo, aún que no estaba muy segura de que debía hacer cuando eso pasara. Me sentía fuera de lugar, casi hasta podía decir que enferma. Desde antes de entrar pude ver a mi compañera. Ella también se paraba de puntitas entre la gente intentando localizarnos. Adentro había mucho más ruido y tumulto. Los jóvenes bailaban y tomaban con un poco más de descontrol, sin embargo, los ánimos aún se sentían bajos. Para poder hacerme escuchar sobre la música, tuve que hacer la presentación entre mis amigos casi a grito abierto. Ambos se sonrieron con un poco de incomodidad. Alberto enseguida me tomó por el hombro y se acercó a lo odio para susurrarme que iría  a buscar un baño. Su aliento me hizo cosquillas en la mejilla. Todos mis sentidos estaban a flor de piel, me volvería loca muy pronto. Asentí, intentando disimular. En sólo un segundo mi amigo desapareció entre la gente.

—Ahora entiendo por qué no estas interesada en nadie de la escuela —me gritó Beatriz, mirando en dirección hacia donde se había ido Alberto. Ella era mucho más alta, seguramente aún alcanzaba a apreciarlo a lo lejos.

—¿Qué dices? —reí con nerviosismo— No, sólo es mi amigo.

—¿Con derechos? —preguntó.

Abrí la boca para responder, pero una figura nos sorprendió por la espalda. Pegué un pequeño grito, y Beatriz rio. Me giré alarmada y con los ojos bien abiertos. Se trata a de Mario, quien nos abrazaba a ambas por los hombros, rodeando a una con cada brazo.

—Bienvenidas, señoritas —saludó, gustoso y sonriente.

No respondí ni supe como reaccionar, simplemente me quedé inmóvil. Estaba tan cerca que podía oler el perfume de su desodorante. Me sentí terriblemente incómoda. Me pregunté si sería demasiado empujarlo y sólo salir corriendo.

—¿Si vieron mis mensajes? Son cien pesos por cabeza, lindas. Tengo que recuperar gastos —me guiñó el ojo.

Beatriz enseguida le tendió el billete mirándolo de manera coqueta. Yo le entregué el mío con las manos temblorosas.

—Buena chica. Tu premio —le plató un rápido beso en la mejilla a Beatriz, quien se mostró gustosa, incluso un poco sonrojada. Recordaba perfectamente cómo le había dicho a Mita que ya no gustaba para nada de él. Al parecer le estaba mintiendo.
Mario se volvió hacia mí. Horrorizada, supe que intentaría hacer lo mismo. Afortunadamente fui lo suficientemente rápida como para esquivarlo.

—¡Ey, no muerdo, honguito! —exclamó a carcajadas.

—¿Honguito? —pregunté con voz temblorosa.

—Si, por tu cabello —alzó la mano de manera titubeante, deseando tocarlo, pero al ver mi actitud desistió de su idea —Es de cariño.

Lo miré consternada sin responder. No sabía que había alguna clase de “cariño“ entre nosotros.

—Ahora vuelto —medio tartamudeo.

Jamás lo había visto con una actitud que no fuera altiva o energética, ahora incluso había parecido incómodo. Me pregunté si fui lo suficientemente rara como para ahuyentarlo y que no volviera jamás. Las luces se apagaron repentinamente. Me aturdí por la manera en la que todos gritaron, incluso Beatriz. Un segundo después unas luces de puntitos de colores llenaron el lugar y una música electrónica estridente empezó a sonar. Los invitados se volvieron locos de pronto y empezaron a moverse al rito. El estómago se me revolvió. Alberto no volvía y yo no había logrado ver a Daniel por ningún lado. Me acerqué lo suficiente a Beatriz, quien ya comenzaba a bambolearse, para que pudiera escucharme.

—¿Te has topado con el primo de Mario? —le grité.

—¿Dany? Ese pendejete nunca viene a las fiestas —respondió.

Casi pude sentir como se me subía la bilis a la garganta. ¡Tanto esfuerzo para nada! No lo vería, él no vendría. Tendría que esperar hasta el lunes en la escuela, si es que iba. El coraje me inundó. No iba a soportar esto todo la noche. Lo mejor sería encontrar a Alberto y llamar a papá para que nos sacara de ahí. Sentí un escozor en los ojos. Era una ridiculez, pero tenía deseos de llorar.

—Mi amigo ya se tardo mucho, ¿no? Creo que debo ir lo a buscar —le avisé, tartamudeando.

—Si dices que no es tu novio, seguramente se encontró a alguien con quien pasar el rato.

—Pero sabe que lo estoy esperando. Además, él no es así —sentí un retortijón en el estómago.

—Cariño, no seas tonta, todos son así —me respondió.

Fruncí el ceño y me dispuse a dar media vuelta, para demostrarle que estaba equivocada. Pero alguien me interceptó.

—Oh no —exclamé en voz alta.

Se trataba de Mario. Le tendió una lata azul de cerveza a Beatriz y otra a mí, la cual tomé solo por reflejo. Miré a mi alrededor. La casa estaba llena de jóvenes normales, con vidas cotidianas y tranquilas, sin voces en su cabeza o traumas por que alguien quiera matarles. Parecían contentos, en éxtasis. Solo se dedicaban a disfrutar de este pequeño suspiro de felicidad eufórica que les brindaba la vida. Esta molesta conmigo misma, odiándome por  haber basado todas mis últimas decisiones en una sola persona, Daniel. También lo odiaba a él, por aquello inexplicable que me hacía sentir. No era justo, nada en mi vida lo era. Por primera vez deseé ser como todos aquellos que me rodeaban. La falta de luz no les permitió ver a mis acompañantes como un par de lágrimas escurrían por mis mejillas. Después de varios intentos, logré abrir la lata de cerveza. Mario celebró el acto, con Beatriz apoyándolo.

—¡Eso, honguito! —gritó, empezando a bailar hacia mí.

Le di el primer sorbo. Torcí el gesto ¿Cómo es que disfrutaban de esto? Tenía un sabor demasiado amargo e invasivo. Le di otra probada, y otra. Me juré que sólo sería una. Papá nunca lo notaría. Intenté bailar, acto que también me aplaudieron. Podía sentir como el calor subía por mi cuerpo. Dejarse llevar no estaba tan mal después de todo.
Pasaron los minutos. Me encontraba llena de sudor cuando me terminé la lata entera. Mario fue acercándose a mí poco a poco y con cautela. Para ese entonces ya me había tomado de la cintura con ambas manos, justo detrás de mí. Se había mantenido sin propasarse todo el rato, pero en uno de los movimientos alcancé a sentir su bulto rozando mi cadera, tal vez por accidente, tan vez no. Pegué un respingo, y me alejé con las mejillas rojas. Al parecer demasiado rápido, pues un mareo atacó mi cabeza. Todo mi alrededor se mecía con ritmo y lentitud. No era posible que me encontrara alcoholizada, solo había sido una. No, yo no estaba borracha. Solo era demasiado ruido y calor. Necesitaba salir a tomar aire fresco y alejarme un poco del paquete Mario. Intentaba averiguar si no caería al dar el primer paso, cuando lo vi a lo lejos. Alberto me miraba fijamente parado sobre las primeras escaleras del fondo que daban al segundo piso. Parecía inexpresivo, solo vigilante. ¿Cuánto tiempo había estado ahí observándome? Levanté un brazo para llamarlo. Él no respondió.

—Es m-mi amigo. Iré con e-él —balbuceé.

¿Por qué mi lengua se enredaba? Estúpida lengua.

—¡Ey! ¿A dónde vas honguito? —me gritó Mario.

También intentó pescarme, pero pude esquivarlo. Anduve entre la gente, empujando a la mayoría. Recibí muchos pistones y codazos accidentales gracias a mi baja estatura. Tenía las piernas temblorosas, incluso tropecé varias veces. Sin embargo, nunca perdí de vista a Alberto, quien igualmente me seguía con la mirada. Le hablaba, lo cual era una tontería, pues no podría escucharme, pero es ese momento me pareció una idea genial. Cuando finalmente llegué a la escalera, en un parpadeo mi amigo ya se encontraba a mitad de subida, dándome la espalda y avanzando hacia arriba. Volteé alrededor, para averiguar si alguien más había visto eso. Todos nos ignoraban.

—¡Alberto! —le grité.

Pero no se detuvo. ¿Acaso estaba enojado? No tenía por qué estar celoso o molesto por lo que había pasado con Mario. Opté por continuar persiguiéndolo. Miré hacia abajo. Las escaleras parecían borrosas, enfocándose y desenfocándose. Me tomé del barandal con fuerza y empecé a avanzar. Continúe llamándolo, aún que no estaba segura de sí me salía la voz. Cada vez que estaba a punto de alcanzarlo, se alejaba repentinamente al segundo. Mi cabeza aún daba vueltas, parecía que mi mente me estaba jugando una broma. Me sentía realmente mal. Pará ese entonces ya me preguntaba si Mario le había puesto algo a mi bebida. Llegué hasta arriba. Apenas y alcancé a ver como mi amigo se metía a la primera de las habitaciones, dejando la puerta entre abierta. El pasillo estaba oscuro. La gran ventana del final se encontraba abierta. El aire que entraba movía la cortina blanca en una danza espectral. Sentí como los grados habían descendido, ahí arriba hacia mucho más frío.

—Al-Alberto —tartamudeé con nerviosismo.

Anduve lentamente hasta llegar a la puerta, la cual abrí acompañada de un rechinido. Justo ahí estaba él, dándome de nuevo la espalda parado en medio del cuarto y a los pies de la cama.

—Oye, ya vasta. N-No me trates así —me acerqué, tambaleándome.

Él continuaba inmóvil. Levanté el brazo, desesperada y decidida a tocarlo y voltearlo hacia mí, cuando el sonido de unos pasos rápidos a mi espalda me detuvo.

—¡Ámbar! ¿Qué carajos? —era la voz de…

Me giré rápidamente. Se trataba de Alberto. Estaba parado en la puerta con el rostro colorado y la respiración acelerada, parecía que había estado corriendo.

—¡Casi te matas en las escaleras! ¿Por qué corrías como loca por la casa? —exclamó.

Un horrible escalofrío me llenó el cuerpo de golpe. ¿A quien había estado siguiendo? Al parecer Alberto no lograba ver a nadie más en la habitación. Me volví con lentitud. Se me cayó el alma a los pies al ver a la enorme sombra frente a mí con unos cuernos en la cabeza elevándose casi hasta llegar al techo. Pero estos eran diferentes, no parecían de un alce, como los que estaba acostumbrada a ver, sino que eran encorvado y filosos, con terminación en punta. Esta presencia no era Nahuael. ¿Acaso había más espíritus antiguos como él?


Cuidado con las sombras [Ámbar] Libro #2 <TERMINADA. BORRADOR>Donde viven las historias. Descúbrelo ahora