𝚂𝚎𝚐𝚞𝚗𝚍𝚊 𝚙𝚛𝚞𝚎𝚋𝚊

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Juro solemnemente que los intenciones no son buenas

La noche precedente a la segunda prueba, Harry se sintió como atrapado en una pesadilla. Se daba perfecta cuenta de que, aunque por algún milagro Lograra hallar el encantamiento adecuado, le sería muy difícil aprendérselo durante la noche. ¿Cómo había podido dejar que pasara aquello? ¿Por qué no habría empezado antes a plantearse el enigma del huevo? ¿Por qué se había permitido distraerse en las clases? ¿Y si algún profesor hubiera mencionado en alguna ocasión cómo respirar en el agua?

Él, Ginny, Ron y Hermione estaban en la biblioteca a la puesta del sol, pasando febrilmente página tras página de encantamientos, ocultos unos de otros por enormes pilas de libros amontonados en la mesa.

El corazón le daba un vuelco a Ginny cada vez que encontraba en una página la palabra «agua», pero casi
siempre era algo así como: «Prepare un litro de agua, doscientos gramos de hojas de mandrágora cortadas en juliana y una salamandra...»

-Creo que es imposible -declaró la voz de Ron desde el otro lado de la
mesa-. No hay nada. Nada. Lo que más se aproxima a lo que necesitamos es este encantamiento desecador para drenar charcos y estanques, pero no es ni mucho menos lo bastante potente para desecar el lago.
-Tiene que haber alguna manera -murmuró Hermione, acercándose una vela. Tenía los ojos tan fatigados que escudriñaba la diminuta letra de Encantamientos y embrujos antiguos caldos en el olvido con la nariz a tres dedos de distancia de la página-. Nunca habrían puesto una prueba que no se pudiera realizar.
-Ahora lo han hecho -replicó Ron-. Harry... Ginny, lo que tienen que hacer mañana es bajar al lago, meter la cabeza dentro, gritar a las sirenas que les devuelvan lo que sea que le hayan mangado y ver si te hacen caso. Es tu opción más segura.
-¡Hay una manera de hacerlo! -insistió Hermione enfadada-. ¡Tiene que haberla!

Parecía tomarse como una afrenta personal la falta de información útil que había sobre el tema en la biblioteca. Nunca le había fallado.

-Ya sé lo que tendría que haber hecho -dijo Harry, dejando descansar la
cabeza en el libro Trucos ingeniosos para casos peliagudos-. Tendría que haber aprendido a hacerme animago como Sirius.
-¡Claro, así podrías convertirte en carpa cuando quisieras! -corroboró Ron.
-O en una rana -añadió Harry con un bostezo. Estaba exhausto.
-Lleva unos cuantos años convertirse en animago, y después hay que registrarse y todo eso -dijo Hermione vagamente, echándole un vistazo al índice de Problemas mágicos extraordinarios y sus soluciones-. La profesora McGonagall nos lo dijo, ¿recordáis? Hay que registrarse en el Departamento Contra el Uso Indebido de la Magia, y decir en qué animal se convierte uno y con qué marcas, de qué color... para que no se pueda hacer mal uso de ello.
-Estaban hablando en broma, Hermione -le aclaró Ginny cansinamente-. Ya sabemos que no podemos convertirnos en rana mañana por la mañana.
-¡Ah, esto no sirve de nada! -se quejó Hermione cerrando de un golpe los Problemas mágicos extraordinarios-. Pero ¡quién demonios va a querer hacerse tirabuzones en los pelos de la nariz!
-A mí no me importaría -dijo la voz de Fred Weasley-. Daría que
hablar, ¿no?

Harry, Ginny, Ron y Hermione levantaron la vista. Fred y George acababan de salir de detrás de unas estanterías.

-¿Qué hacéis aquí? -les preguntó Ron.
-Buscaros -repuso George-. McGonagall quiere que vayas, Ron. Y tú también, Hermione.
-¿Por qué? -dijo Hermione, sorprendida.
-Ni idea... pero estaba muy seria -contestó Fred.
-Tenemos que llevaros a su despacho -explicó George.

Ron y Hermione miraron a Harry y Ginny, que sintieron un vuelco en el estómago. ¿Iría a echarles una reprimenda? A lo mejor se había dado cuenta de lo mucho que lo ayudaban, cuando se suponía que tenía que arreglárselas ellos solos.

Harry y Ginny: Una historia descabellada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora