FIN DE SEMANA PERFECTO

122 9 2
                                    

—Tenía esa canción sobre el lazo sin fin en mi cabeza la primera vez que te vi
— Alfred se sentaba sobre el canapé viéndome manosear sus vinilos.
Nosotros escuchábamos el “consiguiendo acercarse a Dios” de DJ PREMIER, y dejé de saquear sus álbumes.
—¿Lo hacías?
Alfred sonrió. —Pensé que eras un ángel. El sol estaba a tu espalda e
iluminaba tu pelo. Tu cara. ¿Recuerdas esa luz que te estaba diciendo? Asentí. Todavía no le entendía.
—Eras la cosa más hermosa que hubiera visto alguna vez. Y cuando entraste en mi aula el primer día de clase, pensé que había muerto y había ido al cielo.
—Cielo para ti, tal vez. Para mí fue el infierno —dije. Traté de hacerlo
parecer casual, como si realmente no me preocupara.
—Sé que fue un día duro para ti, amaia.
—No me ayudaste gritándome —le recordé.
—Tienes razón. No tenía porque gritarle a un ángel —dijo Alfred. Él se levantó y apago el tocadiscos. Lo miré explorar su colección de CD´s y sacar un estuche del estante. —Hiciste que mi corazón se pareciera a esto la primera vez que me hiciste un guiñó.
Él puso a tocar una nueva canción, una brillante explosión de sonidos, alegre y funky y divertida.
—¿Cuándo te guiñé?
—Ese sábado que nos ofrecimos a limpiar aquellas casas —dijo Alfred.
Ah, sí. Ahora lo recuerdo.
Cuál es el nombre de esa canción? —Pregunté. — “Boom”.
— ¿El nombre de la canción es “Boom”?
Alfred asintió.
—Desde luego que lo es —dije, riendo—. ¿Realmente hice explotar tu
corazón?
—Sí, lo hiciste. Todavía lo haces.
Él se sentó en el suelo a mi lado y cruzó las piernas al estilo indio.
—Así que, ¿qué quieres hacer cuándo crezcas? —preguntó.
—Realmente no lo he pensado —dije—. Supongo que aun así debería, ¿eh?
no quisiera vagar sin rumbo durante los primeros años de universidad.
—Chica lista.
—Realmente me gustan las flores —dije—. Mi parte favorita del día, aparte de verte a ti, por supuesto, es trabajar en lo de Millie.
—Entonces tal vez deberías considerar una carrera como florista. Poseer tu propia tienda —sugirió él.
Sonreí. —Sí, creo que me gustaría eso.
—Luego puedes ser mi florista —dijo Alfred Sonó como que él me incluía en sus futuros proyectos, y eso me hizo sentirme segura.
Desconozco si, como suponía, se sentía así, o si, se suponía, que debería querer independencia, pero de una u otra forma, me gustó oírlo reclamarme para sí. Su florista. Nadie más. Comprendí en aquel momento que yo era su mujer al cien por cien. Sonaba tonto. Lo supe todo el tiempo mientras miraba mi cuerpo desnudo, pero por primera vez veía mi mente desnuda, abierta y vulnerable, revelando el funcionamiento femenino tan claramente diferente del mundo. No algo de menor
valor. Solamente diferente. Tal vez más suave. Y aquel funcionamiento me mostró mis deseos. Quería estar en la horquilla de sus brazos, que me dijera que era hermosa, y que cuidara de mí. A cambio, pensé, yo podía hacer lo mismo.
Te acostaras encima de mí? —pregunté. Esto salió de ninguna parte.
—¿Quieres que me acueste encima de ti?
—Sí. Justo aquí en el suelo. Quiero sentir todo tu peso sobre mí —contesté.
—Te aplastaré, amaia —dijo.
— No creo que me importe. —Y era la verdad. Pensé que me gustaría sentir el aire empujado fuera de mi pecho, el peso de sus masculinos músculos fijándome alpiso, conduciéndome dentro. El peso de alguien, exactamente de mi antítesis.
—¿Por favor?
Alfred avanzó lentamente encima de mí, y me puse atrás sobre la alfombra,
extendiendo mis piernas para acomodarlo.
—Realmente no quiero aplastarte —dijo él, cerniéndose sobre mí, con la
mayor parte de su peso sobre sus codos.
—No soy completamente frágil —discutí.
Él sonrió con satisfacción y se inclinó sobre mí, e inmediatamente sentí la
apacible expulsión de todo mi oxígeno, como si lo hubiera escamoteado con un beso, aunque sus labios nunca tocaran los míos.
—No puedo respirar —dije, pero no lo hice con pánico.
Alfred se apoyó sobre sus codos inmediatamente.
—No, dije que podía hacerlo. Échate sobre mí otra vez.
—Dijiste que no podías respirar, Amaia.
—Solamente hazlo —exigí, y encajó su pecho sobre el mío una vez más.
Inmediatamente, forzó la mayor parte del aire fuera mí, y me deleité en el
sentimiento de la completa falta de poder. Intente hablar, aunque sabía que comería por completo la pequeña reserva de oxígeno en mi boca. —Podrías hacer conmigo lo que quisieras. —Lo sé —dijo él en mi oído.
Comenzó el dolor entre mis piernas.
—Pero nunca te haré daño, amaia. ¿Confías en mí?
Sí —dije, y sentí mí último aliento ir, arrastrándose por delante de mis
labios sin ninguna prisa en particular. Y luego él puso todo su peso sobre mí por primera vez y entre en pánico, sacudiendo mis brazos y piernas. Se sentó encima sobre sus talones y miró abajo, hacía mí. Su expresión en la cara decía, “mira son más de 86 kg”.
Le miré fijamente con una nueva apreciación de su fuerza.
—¿Estas bien? —preguntó.
Asentí en silencio y luego le agarré de la parte delantera de su camisa y lo
derribé sobre mí de nuevo. Lo besé aproximándome, envolviendo mis piernas alrededor suyo, desafiándolo a poner su peso entero sobre mí una vez más. —No, Amaia —dijo en mi boca. —Haz el amor conmigo.
—Aún no —contestó él, besando mi frente, mis mejillas y mi nariz.
—¿Por qué?
—Ten paciencia Amaia —dijo—. No voy a ninguna parte.
—Pero lo quiero ahora —me quejé.
—Lo sé —contestó él—. Pero te alegraras de que esperemos. Y de todos modos, no quiero que mi primera vez contigo sea sobre el suelo de la sala de estar.
—Entonces vayamos al dormitorio —sugerí.
—No.
—Odio esa palabra.
—Odias todo lo que sale de la boca de tu padre. No de la mía.
—La odio a pesar de todo—, puse mala cara Alfred se inclinó y besó mi cuello. —No, no lo haces.
Sentí verdadera frustración sexual por primera vez, un intenso, casi injusto dolor entre mis piernas que gritaba dentro de mí, ¡Pon algo ahí! ¿Cómo podía estar dolida por algo que nunca antes había experimentado? Era inquietante y me forzó
a enfrentarme a mi naturaleza animal. Siempre pensé que los hombres eran cruda y áspera sexualidad animal. Son gilipolleces. Las mujeres pueden ser igual de
bruscas y crudas. Y de repente, no pensé que estuviera preparada para ser testigo del trance de la brusquedad y de la crudeza.
Tienes razón —dije rápidamente—. Quítate. Alfred se echó a reír. —Seguramente. Después simulamos.

PARADISE SUMMERLAND (historia adaptada almaia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora