Soy una buena esposita —bromeó amaia consigo misma mientras llevaba el cesto de la lavandería al dormitorio. Por primera vez, se encargó de apartar la ropa de alfred, y añadió—: Excepto que no soy una esposa. Y tampoco una tan buena.
Abrió el cajón de alfred y empezó a meter allí los calcetines limpios. Se detuvo y echó una miradita dentro, notando que a varios calcetines les faltaba su pareja. En realidad, el cajón era un desastre. Nada típico de alfred el no tener sus cosas ordenadas.
—Quizá tenga que dejarlo estar así —dijo—. Dejar que viva al límite un
tiempo. Estalló en carcajadas. Y luego sacó el cajón completamente y vació su contenido sobre la cama. Sentía que todavía se lo debía a alfred por dejar por ahí vasos medio vacíos, aunque había mejorado mucho en recoger sus cosas. Le echó un vistazo a la cama, luego se puso a trabajar en emparejar y organizar sus calcetines. Cantó para sus adentros mientras trabajaba, ajena a la cajita gris que
estaba escondida debajo de un par de calcetines de rombos azules y verdes. Se quedó de piedra cuando la vio. ¿Su reacción inmediata? ¡Él va a proponerse! Pero luego la recogió y se dio cuenta de que no era una caja de anillo en absoluto. Era demasiado grande. Apartó sus calcetines y se sentó en la cama, todavía sosteniendo la misteriosa caja. Sabía lo que tenía que hacer: meter la caja en sus calcetines y olvidarlo todo. Sabía lo que quería hacer: abrir la maldita cosa de inmediato. Estaba dividida,
sintiéndose culpable por siquiera pensar en fisgar en sus cosas, pero desesperada por saber qué estaba escondiendo él.
—Injusto —dijo en voz alta, volviendo a poner la caja en su cajón. Siguió
emparejando y doblando calcetines, mirando de vez en cuando la caja. Se dijo a sí misma que solo estaba asegurándose de que todavía estaba ahí, pero secretamente deseaba que se abriera por sí sola. Permaneció cerrada, escondiéndole sus secretos.
—No me importa —dijo, poniendo los calcetines en el cajón de acuerdo a sus
colores.Pero sí que le importaba. Le importaba mucho y, cuando todo el trabajo con los calcetines estaba hecho, se puso de pie, cerniéndose sobre el cajón, pensando en
su siguiente movimiento. Tenía dos opciones: volver a poner el cajón en la cajonera y olvidar lo que vio, o abrir la caja y nunca mencionar lo que había averiguado.
Elecciones.
Se mordió las uñas.
Elecciones.
Recogió el cajón.
Elecciones.
Volvió a poner el cajón sobre la cama.
Elecciones.
Abrió la caja.* * *
Amaia extendió su mano, los anillos ocupaban su palma. Absurdamente,
pensó que le estaba ofreciendo algo a él, o dándole un regalo. Él no estiró la mano para cogerlos. Se quedó de piedra.
—Estabas casado —susurró.
Él la miró fijo, con un ramo de brillantes rosas en la mano. Ella ni siquiera lo notó. Pero, ¿por qué lo notaría?
—Tú… tenías una esposa. ¿Ves? —Sacó la única foto de la caja con su otra mano y la sostuvo en el aire. Se sintió estúpida, mostrándole a su esposa, como si él no recordase que tenía una. Pero levantó la foto de todos modos porque en verdad no se trataba de él. Se trataba de ella intentando darle sentido a su descubrimiento, y repitió—: Tenías una esposa.
—Sí.
Ésta no era la forma en que suponía que iba a ir. Él tenía un plan. Iba a darle el ramo, a decirle lo mucho que la amaba, y luego revelarle su pasado lenta y cuidadosamente. Con las condiciones de él.
—¿Por qué?
Actitud defensiva al instante.
—Por qué ¿qué? ¿Por qué tenía una esposa? ¿Por qué nunca te lo dije? Por qué ¿qué? Sé específica —ladró.
Amaia dejó caer los anillos y la foto en la mesa del café.
—No me hables así —advirtió—. No tienes derecho a estar enfadado porque te pregunte acerca de estos anillos y esta foto. Ahora, ¿por qué nunca me lo constaste?
—Porque no hablo de ella. No puedo.
—Pero yo estoy en una relación contigo.—¿Y?
Amaia se encogió. Él no quiso que esa pregunta sonase tan fría. Estaba
enfadado, pero no con ella. Estaba enfadado consigo mismo por guardar tanto tiempo el secreto, engañándose a sí mismo al creer que ella nunca lo descubriría. Se sentía estúpido, y esa estupidez hizo crecer su furia. Se frotó el rostro. Se preparó para el partido de gritos. Conocía a amaia
demasiado bien. Ahora estaba tranquila, pero esa calma no duraría mucho.
—Es mucho, alfred. Tenías una esposa…
—¡Deja de decir «tenías»! ¡Deja de hablar de ella en pasado! —Puso el ramo sobre la mesa del comedor.
—¿Todavía estás casado? —preguntó amaia, horrorizada. Oyó su corazón
latirle en los oídos.
—No.
—Entonces tenías una esposa.
—Sí, amaia. Tenía una esposa. ¿Ahora hemos terminado con este tema?
Sabía que estaba diciendo lo incorrecto, pero no podía detenerse. Solo podía pensar en: No con mis condiciones. No con mis condiciones.
—¿Qué demonios? No, ¡no hemos terminado con el tema!
Él respiró hondo.
—Iba a decírtelo hoy.
—¡Já! ¿De verdad esperas que me crea eso? Él la miró fija e impasiblemente.
—Estabas casado, y hablaremos de ello.
—Yo… no puedo.
—¡Deja de ser injusto conmigo! Soy tu novia, ¡y me has estado escondiendo
esto durante más de un año! Merezco saber acerca de tu pasado. ¡He compartido el mío contigo!
—¿Tu pasado? —Se rió burlonamente—. ¿Tienes un pasado?
—¡Que te den! ¡Soy una persona! Tengo sentimientos y tengo un pasado, ¡y deja de hacerme sentir como si mis experiencias no fueran importantes!
—¡No son importantes! —rugió—. ¡No comparadas con las mías! ¡Tienes
diecinueve años, por el amor de Cristo! ¿Qué diablos sabes tú sobre un pasado? ¿Sobre experiencias?
Amaia retrocedió, estupefacta. Las lágrimas se le formaron en los rabillos de los ojos.
—¿Por qué crees que fui tras de ti, eh? ¿Por qué crees que quería hacerte mía? ¿Porque eres complicada? ¿Porque eres experimentada? No, amaia. ¡Me enamoré de tu falta de historia! Me enamoré de ti porque eres totalmente nueva y brillante.
Una página en blanco. Fácil.
—¡Detente! —gritó amaia—. ¿Por qué estás siendo tan cruel conmigo? —Se
limpió las lágrimas que bajaban por sus mejillas.
—Tú querías hablar de ello…
—¡No de mí! —gritó—. ¡De tu mujer!
—¡Mi mujer está muerta! ¡¿De acuerdo?! Amaia jadeó.
—Murió a los tres años de casarnos —dijo suavemente alfred.
—Oh, Dios mío.
—No. Dios se tomó ese día libre —dijo alfred.
Silencio.
—Tienes que decirme qué pasó —dijo finalmente amaia.
—Tuvo una hemorragia durante el parto.
Amaia levantó la mirada.
—¿Qué?
—Cuando tienes una hemorragia…
—Sé lo que es tener una hemorragia. —Momentos de claridad. Poco a poco,
como la luz abriéndose camino por las grietas. La esposa de alfred murió dando a luz. Alfred no quería hijos. Llamó parásito a un bebé.
—Eso nació muerto. Y decidió llevarse a su madre consigo. —No era su
intención decirlo así, pero el rencor impregnaba su corazón. Tan nuevo y puro como el día en que la perdió.
Amaia se puso de pie.
—No sé qué se supone que debo decir.
—No quiero que digas nada. Pero ahora lo sabes. Tenía una esposa. Y ahora no.
—Lo siento —susurró amaia, dejando colgar su cabeza—. Lo entiendo.
Alfred resopló con desdén. Ella lo entendía. ¿Qué demonios entendía? Muy bien, Amaia. Lo entiendes.
Amaia levantó bruscamente la cabeza por el sonido de su risa amarga.
—Quise decir que entiendo por qué reaccionaste como reaccionaste por mi susto del embarazo. Y por qué dijiste eso de los bebés. Ahora lo entiendo.
—¿En serio?
Amaia asintió.A pesar de sus esfuerzos para suprimirlo, el rencor se retorció en su corazón y lo afeó. Ella no entendía una mierda. Pero estaba a punto de hacerlo.
—Oh, no creo que lo entiendas. De acuerdo. Déjame explicarlo. Soy un jodido imbécil. No me parece lindo ni adorable cuando veo a un bebé. Veo a un parásito. Algo que se alimenta de su madre… de su portadora. Sin la portadora, no puede sobrevivir. Se alimenta. Ordena. Drena. Y, en algunos casos, mata.
—No estás siendo justo —dijo amaia.
—Déjalo, amaia. No me hables sobre justicia. Ésta es mi experiencia. ¿No
estabas llorando porque tus experiencias eran válidas e importantes? Bueno, las mías también.
—No estoy diciendo que no pasaste por algo horrible.
—Bien. Me alegra que lo entiendas.
—Pero estás enfadado.
—Sí, ahora mismo, sí. No quiero hablar de esto.
—¡Acabas de decir que ibas a contármelo esta noche! Alfred se frotó la frente.
—Así. No quiero hablar de esto así.
—Oh, ya veo. No querías que descubriera esto por mi cuenta. —amaia echaba humo—. Entonces, ¿está bien que me lances insultos porque lo descubrí yo primero?
—¿Qué insultos? —preguntó alfred.
—¡Decirme que no tengo un pasado! ¡Que no hay realmente nada ahí! Que mi juventud invalida cualquier experiencia. ¡Eso es mentira! —gritó amaia.
Alfred suspiró.
—No pretendía decirlo así. Yo…
—Debiste decirme que estabas casado —interrumpió amaia—. Debiste
habérmelo dicho desde el principio.
—¿Por qué?
—¡Porque eso es lo que haces cuando estás en una relación! ¡Cuentas tu
historia!
—¿Las reglas de quién son ésas?
Amaia parpadeó.
—Tengo todo el derecho a no contar mi pasado.
—¡Y una mierda! ¡Me afecta a MÍ! ¿Te das cuenta de lo estúpida que me siento ahora? ¿Haciendo la cena para tu maldito amigo, que se sentaba frente a mí en el otro lado de la mesa, y que sabía todo de tu esposa y no dijo ni una palabra? Yendo a la iglesia contigo y tu mamá como una pequeña familia feliz? ¡Dios! ¡Ni ella me lo dijo! ¡Nadie me lo dijo! ¿Por qué? ¡Merecía saberlo!
—amaia…
—¡Me hiciste parecer una maldita idiota! Alfred se quedó en silencio durante un momento.
—Lo siento. Lo siento mucho, amaia. No puedo… apenas puedo decir su
nombre en voz alta.
—¡Exacto! ¡Ella es una parte ENORME de ti y de tu pasado!
—Lo era —dijo finalmente.
—Todavía lo es —argumentó amaia—. Mira lo enfadado que estás.
—En su mayoría estoy enfadado porque husmeaste entre mis cosas —mintió— . Esa caja estaba enterrada.
—¡Mentira! No estás molesto porque yo encontrase esos anillos. Estás molesto con tu vida. Que no resultó ser de la forma en la que querías.
Alfred la miró fijamente. ¿Qué significaba eso?
—Me gusta mi vida —replicó—. Me encanta mi vida, en realidad.
—Mentira.
Amaia sintió hormigueo en la punta de sus dedos, ese dolor que señalaba la peor clase de miedo y traición. Era peor que el miedo que sintió cuando se sentó en el suelo del baño y lloró después de que alfred rompiera con ella. Sí, el miedo y la Furia estaba enraizado en su secreto, pero la mayoría de ello en las palabras que le
había dicho a ella, y en su significado: No tienes pasado. Eres nueva y brillante. Una página en blanco. Fácil.
No tienes importancia. Ya no estaba llorando. No sentía nada más que miedo.
—¿amaia? —oyó a lo lejos.
Levantó la mirada hacia alfred. Estaba a meros centímetros de ella. ¿Por qué su voz sonaba tan alejada? Y ahí fue cuando se dio cuenta de qué estaba pasando. En esos pocos segundos, la pared se erigió de golpe. Una división grande y genial. Y estaba demasiado cansada para empezar a derribarla ahora.
—¿Amaia?
—Necesito irme a pensar —dijo ausentemente. Pasó a su lado para ir al dormitorio. Él la siguió.
—Responderé cualquier pregunta que tengas —dijo él, observándola subirse a la cama. Él también sintió la pared, y quería derribarla de inmediato.
—No tengo ninguna. —Lo miró, perpleja.—Eso es imposible —replicó— Eres la persona con más curiosidad que conozco. Ella negó con la cabeza.
—No tengo ninguna.
Sintió su necesidad de estar sola, así que se fue del dormitorio, cerrando la
puerta suavemente detrás de él. Presionó la oreja contra la puerta y escuchó. Volvería a entrar si la oía llorar. Nunca la oyó llorar. Solo oyó su vocecilla repetir las mismas palabras una y otra vez.
—Soy importante. Soy importante. Soy importante…
No pudo soportarlo y entró atropelladamente por la puerta. Subió a la cama junto a Amaia y la tomó en sus brazos. Ella no se resistió, pero tampoco le respondió.
—Sí, Amaia. Lo eres. Nunca quise hacerte sentir como si no lo fueras. Dije esas palabras crueles porque estaba enfadado. No contigo. Todavía estoy enfadado por todo lo que pasó. —Se detuvo para observar su reacción, pero se quedó en silencio—. Eres la persona más importante para mí. Tu vida. Tu pasado, presente y
futuro… son todos importantes para mí. Importan.
—De acuerdo.
—Podemos hablar de ello. Te contaré todo lo que quieras saber de Andy.
Amaia se tensó. Era la primera vez que dijo su nombre.
—Solo estoy cansada —replicó—. ¿Quizá mañana?
—De acuerdo. —Le besó el hombro y esperó a que se durmiera en sus brazos. Usualmente lo hacía. Pero no esta vez. Se apartó de él, le dio la espalda y abrazó el costado de la cama.
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PARADISE SUMMERLAND (historia adaptada almaia)
Fiksi PenggemarAmaia Romero es una chica buena. Sólo comete un error en su primer año en la escuela secundaria que le cuesta diez meses de detención juvenil. Ahora en su último año a perdido todo:su mejor amiga, La confianza de sus padres, el privilegio de conduci...