Capítulo 34

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—No sigues bien las instrucciones.

Sus palabras me acarician la piel al tiempo que me entierra los dedos en el pelo y me da un tirón para obligarme a volver la cabeza y enfrentar la mirada de esos ojos avellana.

Es como mirar los ojos del demonio. No entiendo cómo una mujer tan cruel y despiadada puede ser tan hermosa. Se me acelera el corazón mientras su mirada me atraviesa.
Lo que antes me parecía un acto valiente y desafiante, ahora solo es una travesura infantil, y la voz de mi conciencia cambia el cuento:

«A la mierda con lo de no demostrarle miedo. Ha llegado el momento de suplicar. Va a matarme».

Pero la orden del cerebro no llega a mis labios y, cuando estos se separan, pronuncian unas palabras que no he planeado decir.

—No me diste instrucciones. La nota solo decía que un chófer me recogería a las nueve. Nada más. Sus ojos avellana relampaguean.

—No me parecías tan lerda como para no entender la indirecta de la ropa por valor de treinta mil dólares que acompañaba la nota.

Treinta mil dólares. Joder. Y mis labios vuelven a pronunciar palabras sin mi permiso.

—Será mejor que no añadas esa cifra al montante de la deuda.

Lo veo esbozar un gesto que, en cualquier otra persona, podría pasar por una sonrisa torcida, pero que en ella resulta escalofriante. Me suelta el pelo y retrocede un paso.

—Inclínate. Tócate los pies con las manos.

—¿Cómo? —replico sin pensar, y el asombro que me invade es evidente en mi voz. La expresión de Daniela calle se endurece.

—Jamás  repito.

Cierro los ojos con fuerza, desesperada por huir de su mirada. ¿Qué pensaba que iba a pasar? ¿Que me llevaría en volandas de la biblioteca a una cama donde me haría el amor y se aseguraría de que me corriera? Algo de lo que el gilipollas de mi marido ni siquiera se preocupó en el noventa y ocho por ciento de las ocasiones que lo hicimos.

—No me hagas esperar —dice lentamente, pero con la fuerza de un látigo.

Trago saliva para no replicar y me inclino hacia delante hasta tocarme las uñas pintadas de rojo de los dedos de los pies. Rojo intenso. Me recuerda a la mujer a la que obligó a bailar sobre trozos de cristal. En vez de penetrarme con los dedos o con cualquier otro apéndice de su cuerpo, siento la caricia áspera de un dedo sobre las palabras que me he tatuado en la espalda.

—Sin dueño. ¿Es permanente?

—No —susurro. — Es henna.

—Me alegro, porque las dos sabemos que este culo me pertenece, y odiaría tener que borrar el tatuaje letra a letra.

La insinuación de que me lo arrancaría a cuchillo queda clara, pero no lo dice abiertamente.

«Gracias, Delilah y Hombre Gigante del Voodoo Ink. Es posible que me han salvado la vida».

Con ese ridículo pensamiento, empiezo a enderezarme, pero la palma de la mano de calle me lo impide al posarse sobre la base de la espalda y ejercer presión para que mantenga la postura.

—No te he dicho que te muevas. Cuanto antes aprendas que debes obedecerme, más fácil será todo esto para ti. —Y añade con un deje guasón—: Joder, puede que hasta disfrutes.

La misma furia que impulsó mis actos hasta que ella entró en la estancia me invade de nuevo.

—¿Con una violación? ¿Quién disfruta con eso?

Aparta la mano de mi espalda con la misma rapidez con la que la puso y lo único que deja atrás es el calor de su piel.

—Enderézate y date media vuelta.

Me lo ordena con brusquedad, y yo sigo las órdenes sin atreverme a mirarla a los ojos. Si a mí me invade la furia, sus ojos reflejan esa misma emoción.

Sempiterno < CACHÉ G!P >Donde viven las historias. Descúbrelo ahora