Capítulo 8

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sentencia de muerte para mi herencia familiar.

Mario Ruiz  solicitó un préstamo de quinientos mil dólares a daniela Calle hace cuatro meses y el plazo de devolución expiró la semana pasada, el mismo día que se cumplían tres meses de su muerte.

O, para ser más exactos, el mismo día que se cumplían tres meses desde el hallazgo de su cadáver en un coche calcinado en Ninth Ward, acompañado por el de una mujer sin identificar.
Una avalancha de emociones me invade el pecho, como si fueran dos bandas de música compitiendo por los dólares de los turistas en dos esquinas opuestas del Barrio Francés. Esto es un desastre. No puedo pagar. Calle sabe que no puedo pagar. Pero hay algo que está dispuesta a aceptar en vez del dinero.
Rodeo con paso inestable la mesa y, justo cuando las rodillas se me transforman en gelatina, me dejo caer en el sillón.

A mí. Siento un escalofrío que me recorre el cuerpo y me pone la piel de gallina allí donde queda expuesta, aunque el cuero aún mantiene el calor de su cuerpo.
Como si su sangre fuera más caliente que la de una mujer  normal y corriente. Y tal vez lo sea. Hay algo que puedo afirmar sin temor a equivocarme: daniela Calle no es una mujer  normal y corriente.

¡Por Dios! ¿Qué quiere de mí? La voz de la razón me planta cara. «¿Estás tonta? ¿Qué va a querer una mujer haci como ella de mi? Pagarás la deuda abriéndote de piernas».

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