Capítulo 29

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Se la leo a laura.

—Mejor cuelgas y empiezas a arreglarte. Tienes que conseguir que se caiga de espaldas, poché. Que se coma ella la cabeza en vez de comértela tú. -- Pienso en la visita que he hecho antes.

—Lo intentaré con todas mis fuerzas.
-- Otra idea me asalta de repente y me atraganto con las palabras.

—Si… si me pasa algo, ¿les dirás a mis padres y a mis hermanas…?-- Laura me interrumpe.

—No vas a morir esta noche, cariño. Te lo garantizo. Dale a esa mujer lo que ni siquiera sabe que quiere, que es justo lo que eres tú, y no te pasará nada. Vamos, ponte a ello. Ponte la armadura y vete a matar a ese dragón.

Cuelgo y clavo la vista en los objetos que tengo encima de la cama. Debería sentirme como una princesa que se arregla para el baile, no como una prisionera que va a su ejecución. Claro que las princesas nunca han tenido que enfrentarse a Daniela calle. Al menos, que yo sepa.

Cojo la nota. No hay firma. No hay instrucciones ni órdenes para que me ponga la ropa que me ha enviado. Nada más allá de decirme a qué hora me «recogerán». La palabra por sí sola me enciende. «Que le den». Todo mi ser me suplica que me rebele. También está el resquicio aterrado que me grita: «Mete algo de ropa en una bolsa y sal pitando al aeropuerto para montarte en un vuelo que te lleve a Madagascar». Cierro los ojos y recuerdo las fotos que he recibido a lo largo de la última semana. Mis hermanas. Mis padres. Laura. Mis empleados.

La imagen de una mujer bailando sobre trozos de cristal. Las pesadillas que se harían realidad si no obedezco. Huir sería un acto de egoísmo supremo, y yo no soy así, soy una buena persona. Daniela calle podrá quedarse con su libra de carne, pero eso es lo único que va a conseguir de mí. 

A través de las lamas de la persiana, veo cómo un coche negro aparca delante de mi edificio a las nueve en punto. Tengo sentimientos encontrados. Por una parte, desearía que hubiera llegado tarde; y, por otra, me alegra saber que ha llegado el momento de descubrir qué me deparará la noche. ¿Salgo? ¿Espero a que el chófer suba? La verdad, carezco de experiencia en este tipo de situaciones. Las reglas de etiqueta de Emily Post no tienen cabida en estas circunstancias. Ya sé que son capaces de entrar en mi apartamento, así que ¿por qué facilitarles las cosas? Espero dentro como si fuera una adolescente y el chico con el que he quedado acabara de tocar el claxon para apremiarme a que salga y así no tener que verse obligado a llamar al timbre.

Eso solo me ha pasado una vez en la vida, y mi padre no me permitió poner un pie fuera de casa. No, lo que hizo fue salir él para darle un susto de muerte al chico y una lección de educación. Huelga decir que, después de aquello, no me invitaron mucho más a salir. El reloj del microondas marca las 9:01 y la puerta del coche sigue cerrada. De hecho, no se abre hasta las 9:03, cuando sale un hombre de expresión pétrea, ataviado con un traje impecable. Ni siquiera se molesta en cerrar el carísimo coche con llave, aunque el vecindario se las trae.

En un principio, lo tomo por idiota, pero luego llego a la conclusión de que la idiota soy yo. Si Daniela calle es lo que la gente dice que es, nadie en su sano juicio se atrevería a robarle el coche. Espero otro minuto más hasta oír que alguien llama a la puerta. Me aprieto el cinturón de la fina gabardina negra marca London Fog, una ganga que encontré en Costco por menos de cuarenta dólares. Seguramente, sea una baratija al lado de las prendas de diseñador que me ha mandado Daniela calle, pero me importa un pito.

Tras inspirar para tranquilizarme, descorro el pestillo y abro la puerta. El hombre me mira de arriba abajo y, después, hace un gesto con la cabeza para que salga. No me dice nada. Se limita a darse media vuelta y a enfilar el pasillo de vuelta a la escalera. Cierro los ojos con fuerza y asomo al pasillo un pie calzado con el zapato de tacón de aguja, consciente de que cuando vuelva, si es que vuelvo, no seré la misma de ahora. Esta experiencia me cambiará inexorablemente, y ya odio a Daniela calle solo por eso.

Aunque la sensación de seguridad que me proporciona mi apartamento es nula, cierro con llave las dos cerraduras antes de seguir al hombre silencioso hasta la escalera. Lo veo bajar despacio, como si supiera que no estoy acostumbrada a llevar tacones tan altos. Las desagradables luces fluorescentes del techo iluminan la cicatriz que le desfigura la parte izquierda de la cara. Salta a la vista que es antigua, pero que no se cerró bien. ¿Fue Daniela calle quien le hizo la herida? Cuando llegamos a la planta baja, me abre la puerta de la calle y me indica otra vez que salga con un gesto de la cabeza, como si quisiera que yo saliera primero. Hago caso de la silenciosa orden y enfilo la agrietada acera caminando con los taconazos mientras Cicatriz me sigue sin hacer el menor ruido. Tampoco es que me haga falta oír sus pasos para saber que está ahí. Noto su presencia.

Cuando llego al coche, me quedo petrificada de repente al recordar la escasa probabilidad de que sobrevivas en caso de secuestro si el secuestrador consigue meterte en el coche. La idea de salir corriendo se me pasa de nuevo por la cabeza, en esta ocasión iluminada por luces de neón.

Sempiterno < CACHÉ G!P >Donde viven las historias. Descúbrelo ahora