Capítulo 45

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En cuanto se cierran las puertas metálicas, me doy media vuelta sobre los zapatos de tacón de la noche anterior y echo un vistazo por el restaurante.

Hay bastante gente para el almuerzo, pero el primer nombre de mi lista de «Gente a la que hay que matar» no está. «¿Le habrá dado el mando a distancia a uno de sus secuaces?» La pregunta me revuelve el estómago y suscita otra idea igual de repulsiva. «¿Solo soy un juguete que pasar de mano en mano? ¿Se ha propuesto convertirme en una puta?»

Examino el restaurante y algunas de las personas me devuelven la mirada y me sonríen con educación, pero nadie destaca en exceso ni tiene un letrero que diga «Trabajo para Daniela calle y te estoy jodiendo la vida». Espero a que el ascensor suba de nuevo al último piso, ansiosa por regresar a mi sótano, donde puedo… ¿Hacer el qué? ¿Qué puedo hacer? No ostento poder alguno. «No permitas que te avasalle».

Ese fue el consejo de laura. No dejar que me avasalle implicaría entrar en el aseo de señoras y sacarme esta cosa ahora mismo para tirarla a la basura. «No te atrevas a sacártelo sin mi permiso. Te prometo que si lo haces, no te gustará el castigo». Tengo la advertencia de la señora me importa una mierda el mundo Calle grabada a fuego en la cabeza.

Ni siquiera quiero pensar en el castigo que se inventará, claro que tampoco puedo dejar que lo controle todo. Una cosa es que me coma la cabeza mientras estoy en su territorio, y otra muy distinta que lo haga mientras intento hacer negocios.

Esa era una de mis exigencias, una que, a todas luces, no quería oír, porque se largó. «A la mierda con ella y con sus castigos. Haz lo que quieras, Calle». Me dirijo hacia el aseo de señoras, pero siento otra vibración contra la pierna.

No se trata del vibrador esta vez, sino del móvil. Suelto el aire despacio y me meto la mano en el bolsillo de la falda de tubo para sacarlo, casi esperando ver el número de Daniela calle en la pantalla. Pero, por suerte, no lo es, y ver una foto de mi madre, muy sonriente, me ayuda a centrarme y me recuerda por qué estoy haciendo esto.

Contesto con la primera sonrisa genuina que he esbozado en varios días y me meto en una hornacina del pasillo que conduce a los aseos.

-—Hola, mamá, ¿cómo estás? ¿Qué tal papá?

-—¡Estamos bien! Genial, la verdad. He mejorado muchísimo mi juego de mesa, pero eso da igual. Llamo para saber cómo lo llevas.

Cuando habla del juego, recuerdo la foto que me mandaron como advertencia.

-—Estoy bien. Todo va estupendamente. —Espero que mi voz suene convincente, pero cuando me contesta, sé que no ha sido así.

-—Cariño… ¿Has hablado ya con ese terapeuta? De verdad que creo que deberías hablar con alguien de todo esto. Enterrar todas esas emociones conflictivas por la muerte de Mario no es sano. Tienes que hablar del tema. Sacar la rabia que llevas dentro.

Pienso en toda la rabia que he sentido desde que Calle apareció en mi despacho. Mi madre continúa.

-—Y también el dolor. Aunque ibas a divorciarte de él, que es como una muerte de por sí.

-—Estoy bien, mamá. De verdad. Estoy bien. Si así te sientes mejor, me apuntaré a clases de kickboxing para sacar la rabia.

En cuanto pronuncio esas palabras, recuerdo que ya no tengo control sobre ese tipo de decisiones. Me recogerán y me devolverán a mi cárcel al final del día.

-—Cariño, cariño, no es lo mismo. Pedir ayuda no te hace débil.

Si supiera la ayuda que necesito ahora mismo… «Pero no puede saberlo jamás».

-—Oye, las dos sabemos que esta conversación va a terminar conmigo diciéndote que la mejor terapia para mí es el trabajo y arreglar todos los problemas que montó antes de su… muerte. —Hago una pausa antes de pronunciar la última palabra porque me sigue costando hablar del tema.

Me cabreé mucho con él; pero, en otro tiempo, lo quise, y pensar en la muerte tan espantosa que tuvo… No se lo desearía a nadie. Oigo un suspiro sufrido al otro lado de la línea, un suspiro que juro que todas las madres han perfeccionado a lo largo de los años.

-—Bien sabe Dios que me encantaría discutir contigo, pero tu padre diría lo mismo.

-—¿Qué tal papá?

En parte, mi padre por fin delegó el control de la empresa en mí porque su médico le dijo que era el típico ejemplo del hombre que se jubila a los sesenta y cinco para morir a los sesenta y seis porque se ha matado a trabajar durante años. Mi madre se negaba a permitir algo así, de modo que lo obligó a jubilarse. Quiero creer que él habría tomado la decisión por sí solo, pero conociendo a mi padre, es más que improbable.

-—Le va genial. Lo más estresante que hace es enfrentarse a su openente imaginario en el tenis en la play4, y su último reconocimiento médico ha salido como hacía años que no salía. —El alivio es evidente en la voz de mi madre.

-—Y seguramente también se estrese al pensar si va a recibir mi cheque todos los meses o no —añado, sin poder evitarlo.

Sempiterno < CACHÉ G!P >Donde viven las historias. Descúbrelo ahora