Capítulo 32

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«La leyenda del hilo rojo resultó ser cierta»

Alynne

Ya no era un secreto que no pudiera dejar de pensar en Ross. Y en realidad lo odiaba. Antes, cuando pensaba en él, lo hacía de forma cariñosa. Enamorada. Y cuando lo hacía ahora era más... indiferencia. Tristeza. Un cúmulo de sentimientos encontrados que no sabía cómo gestionar.

Y más con todo lo sucedido con mi hermana. Mi mente era un desastre.

En ese momento estaba en mi habitación pasando páginas de uno de esos viejos álbumes de fotos que mis padres habían conservado desde que tenía apenas dos años. Había frenado la vista en varias fotografías de Abby conmigo. Sonreí con tristeza al ver una en donde salíamos ambas con gafas de sol capturando el instante en el que nos habíamos echado a reír por cualquier cosa. Otra foto en donde ella me abrazaba estaba al lado. Otra en donde ella tocaba el violín. En la misma página, una en la cual salíamos moviendo el cuerpo tras estar bailando.

Me acordaba de cada uno de esos momentos. En especial el del violín. Abby era una gran apasionada por el violín y eso hacía que en ocasiones tocara para mí. Solía decirme que algún día tocaría para millones de personas y yo le animaba afirmando que sería la mejor violinista que el mundo podría conocer nunca.

Lo segundo sí que se cumplió. Para mí sí.

—¿Qué haces, Aly? —escuché la voz de mi madre al otro lado y, cuando subí la mirada, la capté apoyada sobre la puerta de mi cuarto.

Le hice un ademán para que pasara y lo hizo. Se sentó a mi lado y con suavidad me acarició el pelo durante un momento.

—Estoy viendo fotografías antiguas. Mías y de Abby —Esbocé una sonrisa entristecida y pasé una página con un sentimiento extraño entre curiosidad y pena—. Algunas son muy buenas. ¿Las hacías tú?

—Algunas sí. Otras las hacía Mark.

Mark. Mi padre. A él también le echaba de menos. Estaba en otra ciudad por cuestiones de trabajo, concretamente en Boston. No se encontraba demasiado lejos de Nueva York, pero no tenía demasiado tiempo de venir a visitarnos a mí y a mamá. Pero no me causaba mucho conflicto. Ya estaba acostumbrada a que estuviera en otros sitios por trabajo. Toda mi vida había sido así.

—Esta me gusta mucho —nombré, señalando con el dedo una en la que salíamos Abby y yo con una gran sonrisa y cubiertas de nieve. Ese fue el momento posterior a lo que llamábamos una guerra de nieve—. Me acuerdo de esto. Abby se enfadó porque su muñeco de nieve no tenía forma.

—Y luego tú le enseñaste cómo hacer uno.

En ese momento, Abby tendría unos siete años y yo unos nueve. Ella entró en un sentimiento de frustración porque, por más que intentara formar un decente muñeco de nieve, este no parecía estar de su parte. Yo me acerqué, le enseñé e hicimos uno juntas.

Abby no tenía paciencia. Ella siempre lo había visto como un defecto, pero yo siempre le decía que era normal, que cada persona era diferente y única y que eso le hacía especial. De hecho, cuando mis padres le regalaron en violín no tardó nada en probarlo. Y pese a que las primeras veces sonara no muy bien, ella seguía. Seguía practicando hasta que tuvo una buena práctica y pudo tocar de maravilla.

—Hay muchas de ella tocando el violín. Le encantaba.

—Quizás puedas intentarlo tú también, Aly —indicó mamá con calma.

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