Capítulo 50

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«Cuando todo cobra sentido»

Alynne

Ross me había pintado un retrato.

Un jodido retrato.

Mi rostro estaba pintado sobre el lienzo. El tono claro para mi piel, los tonos cafés para mis pupilas y mi cabello, el rojizo para mis mejillas, los tonos blancos en mis ojos para reflejar el brillo de los mismos, una forma perfecta de mi cara y mi sonrisa proyectada. Sabía la fotografía en la que se había inspirado Ross para crear aquella obra de arte. Una de las tantas que nos hicimos en el fotomatón la noche de su veintidós cumpleaños.

—¿Te gusta? —inquirió él con un poco de timidez—. Si hay algo que no te guste solo tienes que decirlo, no...

—Es perfecto.

—¿En serio? —preguntó de nuevo, subiendo la mirada—. ¿Te parece... perfecto?

Lo tomé de la cintura y atraje su cuerpo al mío. Él, dudoso en un principio, se lo pensó para después colocar la palma de la mano en mi mejilla derecha. El brillo volvió a la vida en sus pupilas azules cuando esbozó una sonrisa de plenitud y rozó su nariz con la mía.

—Lo has hecho con el corazón, Ross —aludí, soltando una risa ante el roce de su piel—. Es razón suficiente para que sea perfecto. Me encanta. Nadie me había dibujado nunca y tú ya lo has hecho dos veces.

—Gracias —mencionó—. Aunque la primera vez en realidad solo era una excusa para hablarte.

—¿Qué? —Me separé un poco para observarlo de mejor forma—. ¿Era una excusa?

—No en su totalidad, pero sí en parte —explicó con calma. A veces envidiaba su habilidad para mantener la compostura en situaciones como aquella—. A ver, me interesabas desde hace tres años y nunca me había atrevido a hablarte. Y bueno... la situación me dio la oportunidad para mantener una conversación contigo, pero tampoco quería parecer un loco. En realidad me moría por hablarte. Tenías razón con eso de la serendipia.

Precisamente eran los momentos en los que Ross me confesaba ese tipo de cosas cuando me daba cuenta de la realidad. De que el chico que tenía delante me quería con todo su corazón. De que me amaba.

—Gracias por ser tú, Ross —murmuré en voz baja—. Y por todo lo que has hecho por mí. Eres el mejor.

Me besó con suavidad, cerrando los ojos al acercar su rostro al mío. Sus labios se adaptaron a la forma de los míos con inmensa rapidez. Él abrió los ojos y colocó la palma de la mano en mi nuca, justo donde yacía el tatuaje que compartíamos. Yo me separé tras un momento y rebusqué algo en mi bolsillo hasta que saqué una caja de pequeño tamaño que Ross observó con curiosidad.

—Toma —Se la tendí—. Ya es momento de que yo también te dé algo.

—Con el tatuaje fue suficiente.

—Cógelo, pianista rarito —insistí—. Quiero que lo tengas.

Él aceptó mi regalo. Lo tomó entre las manos con mucho cuidado y empezó a deshacerse del envoltorio. Fue instantes después cuando se dio cuenta de lo que era y entonces esbozó una sonrisa tanto incrédula como adorable. Desvió la mirada del objeto hacia mí. Yo lo observaba, satisfecha, siendo consciente de que había comprado el regalo con el objetivo de ver ese brillo en los ojos de mi novio; el mismo brillo que adornaba sus iris celestes con calidez.

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