SE DEJABA LLEVAR...

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POV Armando Mendoza

Ya había llegado a un conocido bar que solía frecuentar con Calderón y personas del círculo. Cuando me alejé de la casa de Beatriz, no me quedó más que conducir por una Bogotá que parecía vacía, vacía como justamente yo me sentía. No podía dejar de pensar en todo lo ocurrido, su infierno personal. Sin embargo, lo único de lo que estaba seguro en ese momento, es que ahora estaba sumido en el purgatorio, ese lugar que Dante Alighieri tanto describía. Claro que estoy arrepentido de mis atrocidades, pero mis pecados no estaban expiados, no sin Beatriz –pensé –Hasta en eso me parezco a Dante. Él también tenía una Beatriz en quien pensar –recordé amargamente. Rememorando aquellos actos de la divina comedia.

Calderón había llegado al bar, el hombre tampoco tenía un lugar específico al cual ir, así que cuando llamó preguntándome, le dije dónde me encontraba. Llegó al poco tiempo, sin poder dejar la broma a un lado ni siquiera por un día.

–Mi querido expresidente, ¿Cómo vamos? –saludó, palmeando mi espalda.

–No estoy para chistes, Calderón –contesté secamente. El imbécil hizo una sonido de incomodidad y pidió un whisky para él, luego se sentó en un taburete, a lado mío frente a la barra.

Claro que el hombre iba a proseguir con sus estupideces, preguntándome por Betty. Algo se había roto entre nosotros, esa confidencia que en un tiempo me parecía tan grata, ahora simplemente dejó de existir. A lo sumo le dije con pesar, que Beatriz no estaba en su casa, que se fue de viaje. No quería hondear más en el tema, menos cuando vi que posó sus manos cruzadas sobre la barra, con cierta alarma; cuestionó entonces el paradero, algún rastro, cualquier cosa de ella. Pero ¿Qué podía decirle, si no sabía absolutamente nada, si ella misma dio órdenes explícitas de que nadie podía decirme a dónde se había ido? recordando con dolor las palabras del muelón ese.

Para ese entonces, una cara de sospecha se había instalado en el rostro de Calderón –¡Ah! Se escapó –sentenció sin más. Para mi exasperación, lo había dicho con un tono de desconfianza que yo conocía perfectamente, fue el mismo tono que había usado cuando le enteré de Nicolás Mora, la conversación Bertha, las cartas, en fin –¡Yo diría que se desapareció! –corregí, antes de que el imbécil siguiera, pero ni así se contuvo, antes de soltar sus sospechas.

–¡No, eso suena mucho más bonito, claro! –exclamando como si tratara de evidenciar algo con el juego de palabras –...más romántico, también, que escaparte. ¡Se desapareció! ...Divino...–dijo con cinismo y burla –Pero ella sigue siendo presidenta, y dueña de ambas empresas.

–¿¡Así que tenía que explicarle al idiota ese lo que Betty ya había resuelto en la junta...!? ¡Qué cruuuuuz! –exclamé internamente –Ella dejó un poder para hablar con los abogados, para transferir todo y cesar los procesos –dije, haciendo ademanes como un profesor dirigiéndose a una clase.

Sabía que no iba a estar conforme. Le dio un trago al whisky y volteó a su vista a la barra, por alguna razón desconocida estaba rehuyendo verme, pasando una de sus manos por su rostro hasta su cabello en señal de hastío. El idiota había dicho que no le gustaba para nada la desaparición de Beatriz. Ya sabía a dónde iba todo esto, estaba insinuando que Betty, mi Betty, se largó, se escapó se fue con la empresa, que nos dejó sin nada. Como si el imbécil no hubiese sido partícipe del problema en el que yo estaba metido, problema que se agravó cuando escribió esa carta.

Me había nacido un rencor inusitado hacia "mi hermano", el hombre que me convenció a llevar a cabo ese siniestro plan, el mismo que había plantado la carta devastadora que terminó por hundir mis esperanzas de seguir con la mujer que amo, aquél que parecía no entender todo el daño que le hice a Betty.

Me enamoré por primera vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora