PREEMBARQUE

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MARINETTE

La primera vez que sufrí una turbulencia grave, me juré que en mi vida volvería a volar de nuevo.

Ocurrió durante un vuelo nocturno de Seattle a Londres; de repente, tres horas después del despegue, fuimos alcanzados por una repentina tormenta de verano. El avión se sacudía de forma violenta mientras los pasajeros gritaban y rezaban por su vida. Mis pausadas órdenes de «relájense. Por favor, tranquilícese todo el mundo» caían en oídos sordos.

El piloto era joven y no tenía experiencia, su tono suave no reconfortaba lo más mínimo. Y mientras los vasos de primera clase se hacían añicos en el suelo en medio del equipaje caído, me prometí a mí misma que, si llegábamos a aterrizar, mis días en el aire habían terminado.

Promesa que rompí unas horas después, por supuesto, pero por fin pude decir que había experimentado una de las peores turbulencias.

O eso pensaba.

—¿Señorita? —Un pasajero de primera clase interrumpe mis pensamientos, tocándome el codo mientras paso a su lado por el pasillo—. ¿Señorita?

—¿Sí?

—¿Cuánto tiempo queda para París?

—Ocho horas, señor. —Reprimo el impulso de decirle que me ha hecho la misma pregunta hace quince minutos—. ¿Quiere que le traiga algo de beber?

—Una copa de vino blanco, por favor.

Asiento moviendo la cabeza y me alejo con rapidez para coger la botella de vino de la nevera del office y llenar una copa hasta arriba. Se la llevó al pasajero tan rápidamente como puedo, para ver si por fin puedo sentarme un momento a solas y tratar de hacer desaparecer el insoportable dolor que siento en el pecho.

—¿Puedes traerme una manta? —pide el hombre antes de que me aleje.

Fuerzo una sonrisa y cojo una del compartimento superior que hay encima de su asiento. La desdoblo y se la coloco sobre el regazo.

—¿Desea algo más?

—No, pero... —Se detiene en mitad de la frase y arquea una ceja—. ¡Oh, guau! Tienes la cara muy roja. ¿Por qué estás llorando?

—No estoy llorando —miento—. Es que tengo alergia.

—¿Alergia? ¿En un avión?

—¿Quiere algo más, señor? —Siento que se me desliza una lágrima por la mejilla—. Si no es así, me acercaré dentro de un momento a ver si desea algo más.

No me responde. Se limita a sacar un pañuelo del bolsillo de la camisa y a tendérmelo.

—Sea por lo que sea —dice, mirándome de arriba abajo—, espero que no sea por un hombre. Eres demasiado guapa para llorar por nadie... Espera..., es por un hombre, ¿verdad?

No digo nada. Acepto el pañuelo y me alejo.

Me dirijo hacia la cola del avión, más allá de la cabina llena de pasajeros a punto de dormir, y me encierro en el baño. Mientras más lágrimas se deslizan por mis mejillas, saco el teléfono y accedo a mi blog privado para releer las palabras que escribí hace meses. Para recordar la dolorosa sensación de no escucharme a mí misma.

ENTRADA DEL BLOG

Esta es la última vez que pienso decir lo mismo.

La última.

Mi corazón no puede soportar otra oleada más de ira, una nueva entrega de este peligroso juego de «¿Lo hacemos? ¿Podemos hacerlo?» ni otro giro en este interminable carrusel emocional de subidas y bajadas.

Eres mi AnomalíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora