Capítulo veintiséis.

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Colomba;
No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.

No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.

El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y monjes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.

Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.

No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de tu boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.

Alma Ausente, Federico García Lorca. Desperté con ese poema en la mente, sin razón al porqué, pero mi habitación hoy tenía olor a canela. Olor característico de la casa de mis abuelos en Chile. Recuerdo que en la mesa que daba hacia el balcón, balcón que recibía la brisa del mar en la mañana y el sol cálido de la tarde con todo su esplendor, permanecía siempre un jarrón de agua con limón, jengibre, menta y canela. Siempre olía a frescor, a pesar de ser ácido, acogía. Un olor acogía.

Recuerdo que en esa misma casa, una de todas las veces que me paré frente al mar, llegó un día donde la frustración me comía, era adolescente y las cosas me afectaban demasiado o nada. Ya me había enterado que no volveríamos a Chile por varios años, y mis papás habían hablado con el instituto donde estudiaba para que adelantaran mi año académico para terminar antes y poder inscribirme en alguna colegiatura en Londres con mis promedios listos y los porcentajes al margen. Lo hicieron, no les quedaba de otra. En uno de esos proyectos que me adelantaron, llegué al de Filosofía, un profesor latero que quería formar filósofos desde cursos mediocres, imposible. En fin, el trabajo consistía en hacer un análisis de un recuerdo en específico, independiente cual fuera. En realidad él no necesitaba saber cuál era el recuerdo, sino el análisis, hacerte pensar, interiorizar, crear, ver desde una perspectiva diferente. El más allá, lo que hay adentro como muchas veces lo expresó. No sabía qué escribir, había bloqueado cualquier recuerdo y el ensayo de ver hacia adentro me enfermaba, no quería hacerlo, nunca me gustó el ramo, para mí era innecesario, el cambio que se hizo de piscología a filosofía me parecía sobrante, pero era obligación. Estaba frente a las olas que para ser temprano, removían la arena y la sal del agua con furia, se formaba una lavase blanca arriba que creaba dimensiones y le daba un aire frío, era verano y la playa estaba vacía, el muelle también y el mirador también, los lobos marinos descansaban con paz sobre la arena que entibiaba el sol, parecía que el mundo se paralizaba por instantes. Osmosis, el mar parecía que hacía osmosis con la arena amarilla y grisácea. Y ahí me concentré. Saqué mi celular y encendí la grabadora porque no tenía dónde anotarlo y aseguraba que se me olvidaría pasos más allá.

"En muchas ocasiones he escuchado eso de que somos nuestro peor enemigo. Otras tantas lo de que hemos de vivir intensamente para que el paso por este mundo tenga sentido. Que no es lo mismo estar vivo que vivir. Y hoy, desde la orilla de un mar que parece calmado, con arena bailando del mar a mis pies ida y vuelta, con una compañía inmejorable y la perfecta combinación de celeste y azul del horizonte a un vistazo... el sabor más intenso se convierte en el más esclavo. Vuelvo al primer dicho. El apego a nuestra piel, a nuestro corazón, a nuestra voz, nos convierte en la sombra de quienes podríamos ser si no nos atendiéramos tanto. Nos convertimos en esclavos de nuestra absurda importancia, que es toda y ninguna. Nos perseguimos demasiado y hablamos de demasiadas cosas todo el rato. A veces, para estar más vivo hay que escucharse menos y actuarse más. Es difícil, muy difícil, despegarse de las propias emociones. Dejar estos pensamientos que sólo permanecen porque los retenemos.

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