Capítulo treinta + 5

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Adele;
Tengo el recuerdo vago de haber visitado un museo de cerámica cuando era niña, a su vez era consciente de que la salida había sido educativa, en mi niñez no tuve visitas a lugares por gusto ni entretención, todo tenía un afín académico. Podía evocar con facilidad a pesar de las décadas que habían pasado, sobre las figuras quietas en lo ancho de la sala blanca y deprimente; la mayoría eran mujeres, mujeres con los ojos cerrados, la mirada triste, cejas fruncidas, boca inclinada, manos juntas. Mirada triste y perdida...

Tenía 11 años, mis papás buscaban que me interesara en algo relacionado con el arte, no para dedicarme a ella, sino como pasatiempo. Los tres sabíamos que el arte no era trabajo para nadie. Ellos lo sabían, a mí me lo habían impuesto y se me fue generando la idea de que eso era lo cierto. Tenía 11 años y por primera vez en mi vida me sentía identificada, entendida y no juzgada. Y el sentimiento venía de figuras inertes, pero que en el rostro me decían el que estaba bien sentirme perdida, afligida, apenada y desolada, estaba bien. Lo que no estaba bien, era el que se volviera lo único que sentía y lo único que podía identificar, de los once hasta próximos mis cuarenta.

De los once en adelante, recuerdo las veces que tuve que sacar del alma toda esa fuerza de reserva que aparece cuando necesitamos parirnos de nuevo. Continuaron pasando los años y me fui dando cuenta de que, siempre fui de viajar con el olfato, a veces no sé a dónde me lleva un aroma que siento, otras veces es muy claro el recuerdo, como el postre de vainilla, cada vez que lo abro me recuerda a las flores que guardaba Laura entre sus libros cuando viajamos por primera vez a la playa, que siempre terminaba con las hojas envueltas en arena, entonces viajo a ese agraciado recuerdo.

En casa, Olivia, quien se encargaba de la cocina hace años, había plantado unas semillas de albahaca en un macetero en al patio trasero, cuando los días no me eran tan grises, bajaba y le ayudaba en lo que ella estuviera haciendo. Cuando fui a cortar unas hojitas de albahaca, cerré los ojos y el recuerdo me llevó a un momento de mucho dolor y de mucha incertidumbre de hace diez años atrás, y ahí estaban entre esos pozos y mis ganas de vivir, las plantitas de albahaca.

Volví a ese momento y me sentía tan viva, de manera distinta a la de ahora, que quizás se asemeja más a la calma que nace de adentro, a lo compartido, a lo mutuo y sincero de quienes abrazan las heridas sin hacerlas arder.

Ahí me sentía viva de otra manera, como si estuviera juntando todas las fuerzas desde la oscuridad para salir a respirar, bien viva, más viva que antes, con esa fuerza que solo aparece cuando queremos saltar de un pozo, sanar y volver a caminar.

Viva, como quien sabe que entre tanto escombro también hay formas de parir futuro. No quiero perder nunca la capacidad de viajar también a esos momentos. Son los que me hacen sentir más agradecida por esta vida que tan bien quería vivir.

Y cuando me refiero a vivir bien, no hablo de haber sufrido poco, de comodidades, hablo de vivir con todo, cada emoción, de tirar para adelante incluso con todo el viento en contra, de amar abriendo el corazón, sin tacañear.

Eso es para mi vivir bien. Sentir que me entregué entera aunque a veces se hayan llevado una partecita mía sin permiso, una partecita que volvió a renacer como un árbol después de una poda.

Vuelvo a oler la albahaca, que esta vez no es la de mi casa, sino la de una casa que no me pertenecía, y miro las flores.

Entonces solo me queda agradecer este viaje, el de este hermoso paso efímero por la tierra, tierra que me dio el privilegio de sembrar mis propias semillas y cosechar un jardín lleno de gente preciosa y de momentos que marcaron mi vida y que llevaré hasta el último día en el rincón más preciado de mi corazón. Hasta ese día, que tenga que nacer de nuevo, en otros mundos, en otros abrazos, en otras vidas.

I found A girlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora