Respiro 2.

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— Angelo...

Me incorporé de mi asiento impulsándome.

— Angelo...

Salí de mi oficina dispuesta a encontrármelo en medio camino como es de costumbre cada vez que lo llamo, pero esta vez no sucedió.

— Angelo, te estoy hablando...

No obtenía respuesta y debía de ser lo contrario, porque estaba dentro de casa.

— Ange...

— Señora, el niño se encuentra afuera con Colomba.

— Te he dicho que me digas Adele — tomé la manilla de la puerta y antes de salir me giré con una sonrisa en el rostro y dije con un agrado impuesto —. Gracias.

Salí y detuve la fluidez de mis pasos cuando en el bordeado que creaban unos arbustos estaba Colomba, Angelo y una tercera persona que para mí era desconocida. Me acerqué a ellos escaneando a quien no había estado en mi campo visual nunca antes.

Era alto,
rubio,
traía los brazos descubiertos por una musculosa,
un cinturón con herramientas le colgaba de la cadera,
jeans manchados de verde,
manos grandes,
y entre más me acercaba, más detallaba.
Los ojos verdes,
los dientes de un blanco perfecto y alineados por naturaleza,
sonreía con gracia,
se le formaban unos hoyuelos en las mejillas,
era joven,
mucho más que yo.
¿Era mi jardinero?

— ¡Mami! Mira este señor, salúdalo. Es muy gracioso.

Angelo salió a mi encuentro y me tomó de la mano tirándome hacia donde permanecía Colomba conversando de algo que le impedía girar a verme. Llegué al lado de ambos y después de escuchar la carcajada seca de él, se giró hacia mí y cambió la mueca de inmediato, se puso serio, aclaró la garganta y tomó una posición recta, elevé mi mentón y esperé a que hablara, porque en definitiva yo no tenía idea de quién era.

— Buenos días, señora.

— Buenos días.

— Discúlpeme que me haya tomado un minuto de descanso, me pondré de inmediato al corriente con mi trabajo.

Sí, trabajaba para mí.
Pero estas cosas pasaban cuando contratabas gente sin mirarles la cara, sólo leías la solicitud y te asegurabas de que fueran de confianza, los supervisaba alguien más, no eran mi trabajo.

— Sólo me detuve a conocer a la señorita, no habíamos tenido la oportunidad.

No tenía porqué, tampoco.

— Me imagino. No suelo presentarle a mis trabajadores la gente que entra y sale de mi casa.

Escuché rápidamente como Colomba carraspeaba y retrocedió dos pasos.

— No se preocupe, señora. Solo quería conocerla, el niño me había comentado de ella en algún momento cuando nos encontramos en el jardín. No volverá a repetirse, no al menos aquí adentro.

Me detuve en el detalle de la última oración y cambié el peso de mi pierna a otra, enterré el tacón en el pasto y jugué con mi mandíbula.

Me daba lo mismo, absolutamente lo mismo que el césped estuviera fresco, que los bordes aún no se adhirieran a la tierra, que mi zapato saliera con barro, que había dañado trabajo. Me daba lo mismo. Y si era él el encargado de esto, me daba lo mismo picotearle cada metro cubierto. 

— Bueno, fue un gusto, señorita.

— Colomba. Dime Colomba — la miré —. El gusto es mío, tu trabajo es precioso.

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