Capítulo treinta.

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Laura;
— ¿Podríamos traerla a la casa , no? ¿Crees que quiera?

— No lo sé, Hugo. Es Adele.

— Por eso mismo te lo pregunto, cariño. Es tu mejor amiga, la conocemos hace años. ¿No crees que proponérselo sería al menos un gesto?

— Igual lo consideré y no hay nada que me gustaría más que tenerla aquí con nosotros, porque requiere de la atención de un otro. Pero cuando te digo que es Adele, me refiero a que no sale de su metro cuadrado, no le gusta incluirse o allegarse a ambientes que no son el suyo. ¡Por favor! Desde que vivimos aquí, ninguna noche la ha pasado en esta casa. Además que...

Me senté en la barra verde con una taza de té en mis manos, Hugo me siguió ganándose frente a mi con una sonrisa cálida en los labios animándome a hablar, miré hacia abajo sonriendo leve por el amor que me entregaban sus ojos y aclaré mi garganta.

— Además que Adele... — me quedé pensando con la loza quemándome la yema de los dedos, miré con una tranquilidad perturbadora hacia la ventana atrás de la cabeza de ese hombre que me esperaba paciente respetando mi espacio y silencio —. Está rara, Hugo. No, rara no es la palabra. Ha cambiado, o retrocedió.

— ¿Volvió a beber?

—Todos los días. También a fumar — mordí mi boca y miré la taza alzándola para tomar del agua caliente, el vapor me empañó los lentes y me los quité —. La vieras...

— No puede estar tan mal, Laura. Vamos, es Adele. Siempre ha encontrado el balance para alzar la cabeza, solo tiene que ser una recaída. La ida de esa muchacha dejará de supurar y volverá a dar ordenes así como camine. No te asustes, cielo.

— No estoy asustada, más bien preocupada. Es mi mejor amiga, Hugo. Es Adele, no una desconocida. La conozco mejor que nadie y he estado ahí desde que Colomba no está, no es solo por ella.

— ¿Entonces?

— Siento que vuelve a atormentarse con ella misma. Que vuelve a sentirse vacía y la depresión tiene cavidad en ella otra vez. ¿Te acuerdas cuando tuvo a Angelo? Por mal que suene, todo tiene pinta de ir hacia allá mismo. No quiere verlo, no quiere sentirlo cerca, no quiere oírlo, se desentiende de él, ignora cualquier responsabilidad y la anula. Lo único que hace es llorar, llora como si el alma se le estuviera cayendo a pedazos y...

— No duerme, no come ni trabaja.

— Bajó de peso, lo está haciendo de una manera monumental. Tengo ese temor de que algo le pase.

Se me llenaron los ojos de lágrimas y él se puso de pie para caminar hacia mi lado y moverme a sus brazos, limpié mi cara con lentitud y esbocé una sonrisa que decía el que estaba bien.

— Bueno, con mayor razón iremos por ella. Vamos, aunque no lo acepte, iremos a verla.

— Quiero darle su espacio, podemos ir otro día.

— No, Laura. Sabes bien que ese mismo espacio puede matarla. Iremos ahora.

Lo seguí hasta el auto, en camino le escribí de todas maneras para decirle que íbamos hacía allá, pero no contestaba.

Me afirmé en la ventana del auto y encendí la radio a un volumen moderado, me sentía extraña, porque esta pena no solía invadirme también a mí. Hace una semana que no la veía, ella la última vez me pidió espacio y debía dárselo, pero tenía una punzada en el pecho y no lograba descubrir qué quería decirme.

— ¿Angelo está acá?

— No, Simon lo tiene hasta el domingo.

— Te esperaré aquí entonces, si necesitas algo llámame.

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