Capítulo veintinueve.

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Marta;
Tomé mi celular y entrecerrando los ojos porque la edad ya me impedía ver con la facilidad de los 30 la pantalla, busqué entre la lista de contactos y de los pocos números que tenía registrados, presioné el de Colomba, esperé a que la línea me conectara con la llamada internacional, pero nada sonó e inmediatamente escuché el micrófono abierto, hablé apresurada para regañarla.

— ¿Pero puedo saber yo quién te crees tú? Llevas meses, meses fuera de casa, en otro país y no eres capaz de contestar el teléfono ¡no, aún peor! Ni las llamadas le entraban a la perla porque no fue capaz de cambiar el chip. ¡Y tu santa madre que te parió, Colomba! ¡SOY TU MAMÁ, POR LA CRESTA! — respiré y me rasqué la frente, la verdad era que estaba dolida y molesta, en todas estas semanas no se me había pasado — ¿Cómo estás, miamor? — pero la seguía extrañando y era mi bebé, podía separar. La santa que te parió tampoco tenía mucho sentido, sabíamos que no era María.

— Marta...

Busqué mis lentes rápidamente en la mesa de escritorio que tenía frente a mi, me los acomodé y alejé el celular para ver la pantalla. ¡Me cago en los vivos, Marta!

— Ay, niña. Por favor, perdóname.

Era Adele, nunca llamé a Colomba. Resultaba que no podía hacer nada sin los lentes ya, salvo estupideces. Me sentía como el lienzo encima del atril, de todos colores.

— Te he confundido con Colomba, discúlpame, hija. No te molesto más, otra vez, perdóname.

— ¡No, Marta!

Había alejado el celular de mi oreja para cortar cuando la escuché y activé el altavoz con cara de que un ente acababa de hablarme por el parlante, era muy subnormal de vez en cuando. Pero me enorgullecía porque mis 3 críos eran igual. Cómo no, si salieron de mis entrañas.

— No me cuelgues, por favor.

Me quité las gafas dejándolas sobre las hojas blancas en el escritorio y tomé un pincel, sabía a lo que llevaría esta conversación o al menos intuía para qué tan larga era.

— No has venido hace una semana, ¿estás bien?

— No quiero molestarte.

— Por favor, cría. ¿Llevas viniendo hace más de un mes sin cesar día tras día y ahora piensas en si molestas?

La escuché reír y sonreí tomando un pedazo de toalla para
limpiarme las manos.

— No me respondiste a lo que te pregunté.

— Sabes cómo estoy, Marta.

— Es cierto.

Dije con un tono indiferente, pero no en el sentimiento. Sino porque me distraje en el brillo de la nariz de una hada que había pintado la noche anterior. Estaba preciosa, flotaba sobre un matorral de pasto con patos apareciendo de diversas entradas. Tomé un trozo de melón y me lo metí a la boca limpiando el líquido que chorreaba por mis labios.

— Bueno, aunque no lo creas, me alegra que llamaras. Me preocupa cuando no sé de ti. ¿Cómo está tu niño?

— Lo tiene el papá.

— Eso es bueno.

— Marta...

— Sabes, Colomba nunca quiso venirse a Londres...

— Me lo mencionó.

Asentí creyendo que me miraba, tiré de un trazo de pintura y me mordí la boca con cara de duda.

— Cuando tenía 3 años, me llamaron del jardín al que fue dos meses porque no dejaba de llorar tirada en el pasto con la cara vuelta hacia el sol. Lloraba desconsoladamente y en el jardín las maestras le decían: no llores. Como si aguantar las lágrimas nos evitara que duela. Resulta que le dolía, le dolía estar fuera de casa, extrañaba a Pía, extrañaba jugar sobre los hombros de Arthur, saltar en la faldas del papá, embarrarse las manos con cualquier cosa que yo soltara en la cocina. Extrañaba su hogar. Y cuando la retiré y volvió a casa, continuaba llorando y creí que no la entendía, que creía que sí, pero en realidad no. Que el jardín no era el problema, que quizá algo más pasaba. Un día salimos a caminar y en el lapso de vuelta a casa, el sol llegaba directamente hacia un arbusto seco que tenía las flores muertas, muy muertas. Cuando pasamos por al frente se puso a llorar nuevamente y quedó mirando las flores con una angustia impresionante. Al día siguiente lloró porque un perro tomaba agua en la calle, después porque un dibujo le quedó mal, porque el vaso se me rebasó de agua y dejé de cuestionar. No había querido entender que en realidad lloramos porque estamos vivos, porque el mundo a veces es un lugar inhóspito, porque perdimos a alguien querido. Lloramos incluso, porque amamos, o mejor dicho, porque extrañamos, y no sé si existen lágrimas más hermosas que esas. Lloramos para limpiar, y tantas veces lloramos, como dice Benedetti, por todas las cosas que no lloramos en su debido momento. Hay lágrimas que están llenas de vida, llenas de historia, de recuerdos, de olor a café, a leña o a lluvia. Hay lágrimas llenas de espera, de saber que alguien vendrá al encuentro. Lágrimas llenas de vida, porque al salir, sanan el cuerpo. Como las palabras que no deben ser guardadas. Llorar, como un acto de valentía en un mundo endurecido que aveces pareciese estar perdiendo la ternura.

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