Equinoccio

903 32 5
                                    

Cualquiera que conociera a Hipo Haddock le reconocería como la persona más introvertida y tímida de toda Isla Mema.

Con los años, Hipo se había vuelto más y más cerrado a los demás, sustituyendo a aquel niño insolente y dispuesto a probar su valía como asesino de dragones por un joven paciente, apasionado por aquellos maravillosos reptiles, atento durante los entrenamientos y, por lo general, de trato amable, aunque torpe. No era ningún secreto que al hijo de Estoico le costara horrores socializar, sobre todo porque realmente deseaba causar buena impresión a la gente que algún día lideraría como Jefe. Por esa misma razón, cuando los aldeanos de Isla Mema supieron que el Consejo había decretado un matrimonio concertado para Hipo, la gente de la isla no pudo sentir otra cosa que lástima por su futuro líder. Ya no sólo por tal terrible destino, pues a nadie le gustaría estar en su lugar, sino porque tampoco veían a Hipo capaz de cumplir con sus responsabilidades maritales. Nunca se ha recordado al joven heredero interesado en algo que no fuera dragones, jamás ha tenido pareja o siquiera una querida, y el Jefe no parecía haberle dado una charla significativa sobre lo que conllevaba el matrimonio.

Astrid había pensado exactamente lo mismo. No porque Hipo fuera un negado para relacionarse con el sexo opuesto, si no porque estaba convencida de que el sexo era un terreno inexplorado para él. Aunque era un besador excelente, eso no se lo podía negar.

Sin embargo, no podía haber estado más equivocada.

Tras hacerlo por primera vez, Astrid se había sorprendido no sólo por su estamina, sino también por su dedicación a darle placer. Ninguno de los hombres con los que se había acostado se había preocupado nunca de hacerla disfrutar, ni por la más mínima consideración, de ahí que la bruja siempre había llevado la voz cantante en todos sus encuentros sexuales. Los dominaba y hechizaba para ganarse la satisfacción que tanto necesitaba, pero jamás había encontrado a ningún amante que diera la talla. Es más, tenía que hacer un sobreesfuerzo para llegar al orgasmo y ella estaba harta de tener que perder el tiempo con amantes tan ineptos. Ni siquiera las pocas mujeres con las que se había acostado habían conseguido satisfacerla como ella hubiera deseado. De ahí que Astrid jamás hubiera mostrado un especial interés por el sexo en comparación a sus hermanas y, aunque había utilizado con frecuencia su propio cuerpo para engatusar a sus víctimas, había sido inevitable que se hubiera ganado el apodo de «frígida» entre las brujas más viperinas del aquelarre.

Hipo era muy diferente al resto de humanos con los que Astrid se había acostado hasta la fecha. Si ya de por sí tenía un carácter de lo más inusual entre los vikingos, en lo físico también se alejaba de todos los estereotipos. Para empezar, su estructura ósea era muchísimo más grácil que la de un hombre nórdico medio. Era alto, de hombros anchos, pero estaba muy lejos de tener la corpulencia de su padre. Sin embargo, montar un Furia Nocturna y trabajar en la forja conllevaba a contar con una enorme resistencia corporal, por lo que no le extrañó en absoluto encontrarse con un cuerpo no musculoso pero sí fuerte y tonificado.

Él no parecía muy consciente de su atractivo, es más, a la bruja le resultaba hasta molesto su tendencia a esconderlo cuando no había sexo de por medio. Estaba convencida de que aquel pudor se debía sobre todo a las cicatrices que cubrían su cuerpo. Sus manos eran un mapa de quemaduras, callos y cortes debido a su trabajo en la forja. No le extrañaba en absoluto que apenas fuera sensible al fuego y no tuviera miedo a quemarse. El resto de su cuerpo tenía rastros de cicatrices de diferentes tipos: cortes, arañazos, algún que otro mordisco...

—El duro bagaje de un entrenador de dragones —bromeó él cuando Astrid le preguntó por ellas.

Las quemaduras de su espalda podían resultar impactantes, incluso repulsivas si uno no estaba familiarizado con ese tipo de marcas. Astrid las había visto mucho peores, pero entendía el miedo al rechazo que se apoderaba de Hipo si alguien las veía. Durante mucho tiempo ella también estuvo avergonzada de la enorme cicatriz que cubría su espalda, considerándola como un símbolo de deshonra, debilidad y vergüenza. Ahora, sin embargo, cuando Hipo la recorría con sus dedos callosos, fascinado por su color y su forma, en los momentos después del sexo en las que ella se pegaba a su cuerpo en busca de calor, pensaba que quizás, después de todo, no era tan terrible como siempre había creído.

Wicked GameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora