Putrefacta

388 21 13
                                    

La tormenta no tenía pinta de que fuera a despejar pronto.

Era media mañana y, aún así, parecía casi noche cerrada debido a las densas nubes negras que habían cubierto el cielo de Isla Mema y seguramente de gran parte del Archipiélago. Había dejado de llover hacía rato, pero el aire seguía muy cargado y las calles de la aldea estaban casi desiertas, probablemente ante el temor de que algún rayo pudiera caer encima de cualquiera. Es más, si no hubiera sido porque Hipo y Heather habían improvisado con viejos metales oxidados distintos unos estandartes para atraer a los rayos, lo más seguro es que la aldea ya hubiera quedado destruida por la tormenta. Y, aún así, era inevitable que algún otro rayo todavía impactara contra un árbol o el suelo, por lo que casi nadie quería arriesgarse a salir de sus casas pese a que no habían tenido que lamentar ningún herido por el momento.

Hipo dio un respingo cuando un rayo golpeó contra el estandarte metálico de la herrería. El edificio tembló por el impacto, hasta el punto que su mano bailó, saliéndose de la línea que estaba dibujando en sus planos. Escuchó a Bocón soltar una maldición al otro extremo de la forja y Heather dijo una palabrota en la lengua de las brujas, causando una carcajada de Camicazi. Se frotó los ojos cansado y miró hacia la ventana en una vaga esperanza de que la tormenta hubiera ido a menos, pero el cielo seguía tan oscuro como siempre, deslumbrándose de vez en cuando con algún que otro relámpago. Desdentao gruñó en sueños junto al fuego de la forja, aunque no parecía molesto por el ruido de la tormenta, sino más bien nostálgico. El Furia Nocturna disfrutaba de las tormentas, probablemente porque su fuerza de energía estaba formada de pura electricidad, por lo que era inevitable que se sintiera ansioso por salir a volar.

La única pega era que Desdentao no podía volar e Hipo aún estaba buscando la manera para que pudiera hacerlo de nuevo.

Cogió el papel que estaba dibujando y lo hizo bola en su mano para seguido quemarlo en su palma. El papel se calcinó en pocos segundos e Hipo se limpió la ceniza de su mano en sus pantalones. Resultaba muy difícil concentrarse con semejante tormenta y llevaba días con un molesto dolor de cabeza que no le dejaba concentrarse, eso por no mencionar la ansiedad que difícilmente le dejaba comer o dormir. Miró a Desdentao y se levantó con intención de arrodillarse a su lado y acariciar sus escamas para calmar su sueño alterado, pero cuando su brazo derecho rozó contra la mesa, se obligó a sentarse de nuevo a la vez tragaba un gemido de dolor. Observó que estaba sangrando ligeramente otra vez. Debía haberse cambiado el vendaje esa misma mañana, pero su mente había estado ocupada en otras cosas que le dolían más que la enorme herida que cubría actualmente su brazo y se le había pasado por completo.

Hipo fue a coger otro trozo de pergamino sobre el que dibujar un nuevo esbozo de cola cuando su padre entró en su área de trabajo. Sus ojos se fueron rápido a su brazo y enseguida frunció el ceño.

—¿Has cambiado...?

—No —se apresuró a responder. No tenía sentido mentir a su padre—. Se me ha olvidado.

Estoico puso los ojos en blanco y salió de nuevo fuera para seguramente coger el mejunje que Brusca había preparado para tratar su herida. Su amiga había preparado una dosis considerable antes de partir y había dejado la receta a Heather en caso de que hubiera que preparar más antes de que ella pudiera volver de su misión. Su padre regresó cargado con un bote lleno de una pasta color verde vejiga, vendas limpias y un cuchillo.

—Quítate la túnica —le ordenó Estoico con severidad.

Hipo obedeció con desgana. Aún le costaba mover el brazo derecho, por lo que su padre tuvo que ayudarle a desvestirse del todo. Estoico arrastró un taburete a su lado y procedió a retirar el vendaje que cubría la herida que se extendía desde el hombro hasta sus dedos. Su padre estaba muy familiarizado con sus heridas; después de todo, él mismo le había hecho las curas de las quemaduras de su espalda tras matar a la Muerte Roja. Por lo menos esta vez la herida que cubría su brazo no era tan grotesca como las quemaduras de su espalda y su padre, por suerte, no tenía pavor a la sangre, aunque le habían tenido que dar escalofríos la primera vez que tuvo que cambiarle el vendaje.

Wicked GameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora