Casos hipotéticos

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Hipo no recordaba haber visto nunca tanto verde.

El Archipiélago contaba con paisajes verdes y boscosos, pero ninguna isla gozaba de una vista como la que ofrecía aquel lugar tan lejos de su hogar. Durante las semanas anteriores, habían seguido la estela del Mediterráneo, atravesando el sur del reino de Francia hasta llegar a una cordillera montañosa que los locales lo conocían como Los Pirineos y que separaba al país francés del reino de Aragón, su eterno enemigo. Hipo, que estaba poco acostumbrado a las montañas, grabó aquel maravilloso paisaje en sus retinas.

—Qué extraño —comentó Astrid un día cuando pararon a descansar en una cueva situada en una ladera de una montaña.

¿Qué es extraño? —se adelantó a preguntar Desdentao con inevitable curiosidad.

—No hay brujas por aquí —respondió Astrid con aire pensativo.

—¿Deberían haberlas?—cuestionó Hipo desconcertado.

—Esto es tierra de magia, ¿no lo hueles? —preguntó Astrid sorprendida, pero Hipo ladeó la cabeza confuso—. Supongo que aún te falta entrenamiento, ven.

Astrid cogió de su mano y le guió hasta el exterior de la cueva. Estaba amaneciendo, aunque tenía pinta que iba a ser un día lluvioso por las oscuras nubes que cubrían el cielo. El viento soplaba con fuerza contra la ladera, por lo que no se alejaron mucho de la entrada de la cueva, dado que estaban al borde de un precipicio. Los cortos cabellos dorados de Astrid bailan al son del silbido del aire, dándole un aspecto más etéreo y delicado. En realidad, su pelo había crecido relativamente rápido hasta sus hombros al mes de habérselo cortado como pago a la sirena, pero su novia le había sorprendido días antes cortándoselo de nuevo a la altura de su mentón. Cuando Hipo le preguntó el motivo de su acto, sabiendo que el cabello era un elemento tan valioso y significativo para su especie, Astrid simplemente respondió:

—Mi orgullo y mi dignidad no pueden basarse en algo tan banal como el pelo. Prefiero llevarlo corto hasta que mate a Le Fey, solo entonces me daré el lujo de dejarlo crecer.

Hipo también era consciente de que si habían dado orden para encontrarlos indudablemente estarían buscando a una mujer rubia con cabello largo, no corto. Aún así, Astrid contaba con la suerte que se veía bien con cualquier peinado y, además, parecía estar mucho más cómoda con el pelo corto, sobre todo cuando Hipo recogía una parte de él en una trenza que apartaba sus mechones rebeldes de su cara.

Aún estando pegados a la pared de la montaña, Astrid no quiso soltar de su mano, probablemente temerosa de que si no le sujetaba, Hipo se caería al vacío. La bruja le pidió que cerrara los ojos y se concentrara en sus otros sentidos. Escuchó el eco del viento vibrar contra la piedra de la montaña junto a su propia respiración; sintió la palma templada de Astrid sudar contra la suya y, por último, olió la hierba húmeda, el aire cargado por la tormenta y algo que al principio no supo identificar bien.

—El olor puede variar según dónde estés —le explicó Astrid de repente—. Al ser una zona montañosa, la magia de esta zona tiene que ver con la tierra y todos sus elementos. En el Archipiélago, huele más a sal, arena y a tierra volcánica.

—¿Te refieres a que el Archipiélago es una tierra mágica? —preguntó Hipo curioso.

—Bueno, si hay dragones viviendo por ahí será por algo —explicó Astrid sacudiendo los hombros—. Según entendido, el Midgar ha sido siempre una tierra extensa de magia, pero los humanos han ido destruyendo esa esencia mágica a medida que han ido construyendo sus reinos y ciudades. Antes habían muchísimas más brujas; es más, estoy segura de que en esta tierra hubo brujas una vez, hace siglos quizás, pero me temo que, como los dragones, somos una especie destinada a la extinción.

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