Inflamables

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Astrid apenas pegó ojo aquella noche.

Regresó a casa de Gothi con discreción y escaló hasta su ventana para entrar en su cuarto. Podía escuchar los estruendosos ronquidos de Gothi en el piso inferior, por lo que supuso aliviada de que la vieja no se había percatado de su ausencia.

Astrid se metió en la cama con la sensación de que su cuerpo entero ardía. Sentía la humedad resbalando por sus muslos, su respiración entrecortada y sus mejillas calientes. Sin embargo, lo que peor llevaba eran las mariposas en el estómago que le hacían sentirse como una adolescente humana y sobreexcitada que recién descubría su sexualidad. Aquel vínculo se estaba volviendo alarmantemente ridículo y la muy idiota de ella había estado al borde de dejarse besar —otra vez— por un humano.

Astrid soltó un quejido, se hizo un ovillo y cerró los ojos con fuerza, desesperada por hacerle desaparecer de su mente, pero la estúpida cara angulosa de Hipo se le apareció de repente, con sus ojos verdes contemplándola con lujuria y sus labios entreabiertos y suplicantes por que se los mordiera. Astrid empezó a enumerar mentalmente plantas medicinales para distraerse de la imagen de Hipo y de su propia excitación.

Lavandula Angustifolia, Aloysia Triphylla, Malva Sylvestris, Viscum Album...

En algún momento se quedó dormida, pero la sensación de descanso era nula cuando la despertaron de una sacudida.

—¡Astrid, despierta!

La bruja entreabrió los ojos y se apartó las mantas de su cara para encontrarse de bruces con la cara de Brusca.

—¡Por fin! ¡Pensaba que no despertarías nunca!

—¿Qué haces aquí? —preguntó Astrid empujándola a la vez que se incorporaba.

—Hoy es el Día de Aseo —respondió ella sentándose al pie de su cama.

Astrid soltó un suspiró de cansancio. Una luz tenue entraba por su ventana, por lo que debía estar amaneciendo. ¿Cuánto había conseguido dormir? ¿Tres horas tal vez? Puede que no hubiera llegado a dos.

—Apenas ha amanecido Brusca, así que lárgate y déjame dormir —se quejó Astrid mientras volvía a tumbarse.

—¡Ah, no! ¡Tú no te vuelves a dormir! —Brusca se levantó y metió sus manos bajo las mantas para cogerla de su pierna.

—¿Qué haces? ¡Espera!

Demasiado tarde. Brusca la empujó fuera de la cama y Astrid se dio de bruces contra el suelo. Se golpeó la cabeza y se llevó las manos por detrás de su cráneo para aliviar el dolor.

—¡Oops! —exclamó Brusca con una carcajada.

Astrid tuvo que utilizar todo su autocontrol para no tirarla por la ventana. Se tuvo que conformar con darle una patada en el estómago que hizo que Brusca cayera sobre sus rodillas.

—Vale, no te gusta madrugar tan temprano, lo pillo —concluyó la vikinga dolorida.

—¿Por qué demonios estás aquí, Brusca? —demandó Astrid mientras se sentaba en el suelo, aún frotándose la cabeza.

—Ya te lo he dicho, hoy es el Día de Aseo —respondió Brusca con impaciencia—. Esperaba que fuéramos juntas.

—¿Quieres que me bañe contigo? ¿Sabes lo horrible que suena eso?

—Aquí es normal que las mujeres nos bañemos juntas, As, nunca te he visto ir a los manantiales con nadie, así que hice mis indagaciones y he descubierto que sueles ir tú sola a primera hora de la mañana —explicó Brusca—. Así que aquí estoy.

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