Brezos

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Cuando era niña, Astrid solía esconderse de las demás brujas de su aquelarre.

Eran tan buena ocultándose que, a veces, las otras brujas se veían obligadas a utilizar la magia para encontrarla. Aparecía en los sitios más insospechados: colgada debajo del tablero de una mesa, sentada en el saliente de un acantilado, tumbada entre un hueco rocoso que nadie había visto antes... Al principio, cuando aún era una niña muy pequeña e inocente, se escondía por pura diversión. Sus primeros recuerdos se asociaban a las caras de pánico de Hilda, su tutora, y las brujas encargadas de cuidar a las niñas como ella, que corrían de un lado a otro gritando su nombre. Era cruel, pero a Astrid le daba mucha risa enfadar a las brujas mayores, ignorante del riesgo que suponía para ellas perder a una niña de vista y del temor que suponía que dicha información llegara a oídos de la reina.

A medida que fueron pasando los años, Astrid se escondía para quitarse del medio. No quería ni que la reina ni las brujas que ella enviaba mandaba la encontraran. Esconderse era un método de supervivencia que no siempre funcionaba. Cuando hallaban su escondite, las palizas solían ser peores y, cuando no lo hacían, Astrid vivía con el terror de ser encontrada y podía pasarse horas oculta hasta que se aseguraba de que ya no la buscaban.

Sin embargo, Astrid podía afirmar que el peor escondite en el que jamás se había ocultado había sido el que Hipo escogió para ella en los archivos de Isla Mema. Aún con los labios palpitando por la intensa sesión de besos que acababa de compartir con Hipo y la trenza a medio deshacer por los tirones de Hipo, Astrid contuvo la bilis desagradable que había subido por su exófago y se esforzó en no respirar. Estaba casi segura de que Estoico la había visto y, de no ser el caso, al menor movimiento, el Jefe la vería de igual manera. Si Estoico los pillaba, Astrid ya podía despedirse de su puesto como aprendiz de Gothi —quién probablemente estaría más que encantada de quitársela de en medio— y el Jefe ordenaría su regreso inmediato a su «antiguo hogar», lo cual, por razones evidentes, resultaba imposible. Cuando Estoico preguntó a su hijo qué demonios estaba haciendo allí, un Hipo muy sereno sorprendió a la bruja respondiendo sin perder la calma:

—Leer.

—¿En mitad de la noche? —preguntó Estoico sin creérselo.

—Sí.

Astrid palpaba en el aire la tensión que se respiraba entre padre e hijo. A la bruja le temblaban las manos, como si fuera ella y no Hipo quien se estuviera enfrentando al mismísimo Estoico.

—¿Le has hecho algo a Olan? —continuó el Jefe con su interrogatorio.

—¿Quién? —preguntó Hipo sin entender.

—El guarda, Hipo.

Astrid observó cómo la luz que alumbraba la cara de Hipo se intensificó y escuchó aterrada los pasos lentos y titubeantes de Estoico. La bruja pensó que aquel sería el fin cuando Hipo caminó hacia delante y Astrid lo perdió de vista, dejando tras de él su sombra que se extendía hasta los estantes del final del pasillo.

—¿Te refieres a ese borracho? Ya estaba semi inconsciente cuando llegué —explicó Hipo sin querer darle más importancia—. Me imagino que seguirá igual dada la peste a alcohol que emanaba cuando intenté despertarlo. Al escucharle roncar decidí dejarle ahí.

Estoico soltó un gruñido. Astrid escuchó una silla arrastrarse y un suave sonido metálico, probablemente Estoico se había quitado el caso y lo había dejado sobre una superficie de madera, supuso que en la mesa en la que no hacía ni cinco minutos ella había estado comiéndole la boca a Hipo. Un leve rubor cubrió sus mejillas.

—Hijo, no me gusta estar así contigo.

Hipo bufó, pero tampoco replicó a su padre. La bruja se imaginó que no estaba de humor para pelear con él.

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