La primogénita (Parte I)

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El suelo estaba inusualmente frío bajo sus pies, tanto que quemaba sus plantas.

Estaba muy oscuro, tan oscuro que no era capaz de adivinar por dónde estaba caminando, por lo que sus pasos eran cortos y torpes. Le costaba andar y cayó que la sensación de ardor en sus pies era por la nieve. Miró hacia los lados, desorientada y perdida, ¿dónde estaba? ¿A dónde iba?

¿Qué estaba buscando?

¿O acaso estaba huyendo?

¿Quién era ella?

Tenía mucho frío y la nieve mojaba su camisón y su pelo, pero ella siguió caminando a ninguna parte hasta que alguien tocó su hombro con suma delicadeza.

—¿Astrid?

La mujer que estaba tras ella llevaba un farol que iluminaba su rostro. Estaba ligeramente entrada en carnes, mediana edad, pelo recogido en una trenza que caía por su hombre y era mayormente castaño, aunque ya se le apreciaban algunas canas, y unos ojos de lo más inusuales, uno verde y el otro castaño con fragmentos esmeraldas. La conocía, pero no recordaba de qué. El rostro de la mujer parecía nublado de preocupación a pesar de la ternura en su voz y cogió de su mano como si temiera que se fuera a romper.

—Vamos a casa, cariño. Vas a coger una pulmonía.

A casa.

¿Pero dónde estaba realmente su casa?

Alguien gritó a lo lejos y la joven se asustó, pero la mujer no soltó su mano e hizo un gesto cariñoso para calmarla. Una figura grande se acercó con otra más pequeña en la oscuridad, parecían un hombre y una muchacha, aunque el farol no les iluminaba lo suficiente para poder definir sus rasgos. La amable mujer que sostenía su mano se dirigió a las dos figuras y les habló en susurros antes de volverse a ella con una sonrisa.

—Papá te va a coger en brazos para que no se te hielen los pies, ¿vale? —la muchacha se encogió, pero la mujer apretó su mano—. Está bien, cielo, está bien. No tengas miedo. Yo estaré aquí.

El hombre se acercó y ella apreció su semblante a la luz. Rubio, ojos azules y amables, a pesar de la angustia que los nublaba y las pequeñas arrugas, y una barba bien cortada cubría su rostro. Se dejó caer en sus brazos y se abrazó a sí misma mientras se acurrucaba contra su pecho y cerraba los ojos. Aquel familiar desconocido la sujetaba con una sutileza impropia de un hombre tan grande como él, pero ella se sentía extrañamente protegida entre sus brazos. Sintió los copos de nieve caer sobre su cara y lo único que escuchaba eran unos débiles susurros, las pisadas en la nieve y su propia respiración. Entreabrió los ojos cuando sintió que entraban a un lugar donde hacía más calor, aunque volvió a cerrarlos cuando escuchó más voces. Le pareció escuchar a la mujer de antes murmurar:

—Jesper, diles a Hipo y a Kyli que la hemos encontrado y que vengan derechos a casa. Procurad no llamar mucho la atención. Seren, tú ve a por la abuela.

Oyó unas pisadas apuradas y una puerta abrirse y cerrarse. La subieron por unas escaleras. El crujido de la madera retumbaba contra sus oídos, resultándole extraño y familiar a la vez. La mujer hablaba en susurros con la muchacha, pero el hombre se mantenía en silencio. La joven se preguntó si podría quedarse dormida en sus brazos, aunque enseguida entraron en una habitación y la sentaron sobre una cama blanda y cómoda. La mujer de ojos bicolores se arrodilló de inmediato a su lado y cogió de su mano a la vez que dibujaba una sonrisa tierna y maternal.

—Cielo, ¿sabes qué día es hoy?

Ella la contempló extrañada por su pregunta, pero en verdad, no sabía qué día era, por lo que negó con la cabeza.

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