El Festival del Deshielo Parte III

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Si a Astrid le hubieran dicho que en la noche del Festival del Deshielo habría terminado encubriendo un asesinato, volando sobre un Furia Nocturna, convocando a la diosa de la Muerte y que su secreto iba a ser expuesto a Hipo Haddock, se hubiera partido de la risa por lo absurdo que sonaba todo eso.

Era más de medianoche cuando Heather se marchó y escucharon a Estoico y sus hombres acercarse a la cala. Tardaron más de la cuenta en salir pitando de allí, sobre todo porque debían eliminar las evidencias de su presencia de aquel lugar. Astrid borró el resto del círculo con sus pies mientras que Hipo corrió a apagar la hoguera y a ocultar bajo tierra los restos de hollín y Desdentao tiraba los restos del pescado asado a la charca. Montaron por fin sobre el dragón cuando las luces de las antorchas se avistaban ya desde los árboles que rodeaban la cala. Desdentao extendió sus alas y el clic de la palanca que movía su cola hizo eco contra las paredes de la cala. Astrid se sujetó con todas sus fuerzas a la espalda de Hipo tan pronto el dragón se impulsó hacia el frío cielo nocturno.

Ninguno intercambió ni una sola palabra en el tiempo que estuvieron en el aire. Los tres estaban agotados y la noche se les estaba haciendo eterna. Volaron sin rumbo por un rato entre el mar de nubes, indecisos de qué dirección debían tomar. Astrid deseaba darse un buen baño y quitarse aquel vestido que apestaba a sangre y a lodo. Se esforzó en no quedarse dormida contra la espalda de Hipo, quién era una maravillosa fuente de calor en una noche tan helada como aquella. Sin embargo, al cabo de un rato, sintió el vikingo empezaba a temblar y que su respiración era agitada.

—¿Hipo?

—Estoy bien —se apresuró a decir el vikingo.

Sin embargo, el temblor en sus miembros no hizo más que intensificarse. Astrid frunció el ceño y subió una de sus manos contra su pecho. Su corazón latía tan fuerte y tan rápido que por un momento temió que fuera a darle un infarto.

—Baja —ordenó Astrid.

—Astrid... —su voz, aunque temblorosa, se mostró irritada.

—Desdentao, baja ya —insistió la bruja preocupada.

El dragón, consciente también de que su amigo no se encontraba bien, agitó sus alas hacia tierra, forzando a Hipo tener que cambiar la posición de su cola. Aterrizaron en una explanada al otro extremo del bosque y Astrid no tardó en reconocer la playa que se atisbaba desde allí: era el lugar donde se vieron por primera vez. Quizás Hipo también se hubiera dado cuenta de no ser porque había ocultado su cara entre sus manos, reprimiendo las lágrimas y esforzándose en controlar su respiración. Astrid bajó de Desdentao, impotente por no saber qué hacer para ayudarle.

Era su culpa que Hipo estuviera así.

Aún así, no estaba segura de lo que le impulsó a abrazarlo, sobre todo porque estaba segura que Hipo iba a responder con un empujón y le echaría en cara todo lo ocurrido esa noche, pero el vikingo hizo más bien lo contrario. Aún montado sobre Desdentao, abrazó su cintura y escondió la cara en su pecho. Seguía temblando como una hoja en pleno otoño, sus sollozos eran ahogados y sus lágrimas empapaban la tela sucia de su vestido. La abrazaba con tanta fuerza que le hacía daño, pero Astrid ni quiso quejarse ni pensó en moverse, reduciéndose en apoyar su mejilla contra la coronilla de su cabeza a la vez que acariciaba su pelo cobrizo.

¿Cuánto tiempo estuvieron así? Era difícil saberlo, pudieron haber sido segundos, minutos u horas, pero Astrid no quería separarse de él hasta asegurarse de que estaba bien. Aunque sus sollozos fueron disminuyendo y su respiración volvió a tomar un ritmo más pausado, el tembleque no desapareció. Hipo terminó apartándose y, aunque estaba demasiado oscuro, sabía que debía sentirse avergonzado. Astrid acunó su rostro y limpió las lágrimas que aún caían en silencio por sus mejillas.

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