El despertar

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Isla Mema había celebrado muchos Concilios extraordinarios a lo largo de su historia, la gran mayoría en relación a los ataques de los dragones que había sufrido la isla durante muchas generaciones. El último Concilio se había convocado tras la derrota a la Muerte Roja, cuando Hipo estuvo lo bastante recuperado de sus heridas para asistir y así ratificar la paz entre vikingos y dragones y proclamar, de forma oficial, al hijo de Estoico como heredero a la jefatura de la Tribu de los Gamberros.

El Concilio actual presentaba un ambiente muy diferente a su antecesor. El aire estaba muy cargado y sus asistentes estaban muy tensos. Estoico se había sentado en su silla, repasando sus notas mientras esperaba que el Consejo al completo entrara en la sala. Bocón se había sentado a un lado y hablaba muy bajito con Patón Jorguenson. Gothi se encontraba a su izquierda, con la frente más arrugada de lo normal, mirando con suma atención a las tablas con las runas de la lengua de las brujas. Bardo Noldor se hallaba sentado al otro extremo de la mesa, cuchicheando algo con Lars Gormdsen.

La reunión empezó con un enorme alboroto cuando Estoico explicó lo sucedido con los guardias de la prisión. No se recordaban asesinatos en Isla Mema desde hacía décadas, pues todo el Archipiélago había estado focalizado en erradicar el problema de los dragones que en atacarse los unos a los otros. Tras la destrucción del problema, Hipo y Estoico habían trabajando muy duro para construir alianzas entre las tribus y evitar que volvieran los baños de sangre que se habían dado entre los vikingos generaciones atrás. No obstante, el caso de los guardias asesinados había abierto viejas heridas.

—¡Seguro que ha sido obra de los Berserkers! ¡Nadie puede fiarse de Dagur el Desquiciado! —gritó uno de los hombres.

—¡No seas imbécil! ¡Seguro que es cosa de Alvin el Traidor! ¡Por algo se tiene ese apodo! —replicó otro.

—¿Y por qué descartáis tan rápido a los dragones? ¡No hace ni una década se dedicaban a masacrarnos! —acusó Mildew.

Las inculpaciones y los gritos inundaron la sala. Estoico se frotó los ojos exhausto. Estaba siendo un día demasiado largo y, la verdad, se le estaba acabando la paciencia que le solía caracterizar. El interrogatorio a Kaira Gormdsen había sido agotador; ya no solo por su actitud soberbia ante las preguntas del Jefe aún estando encamada, sino que además no le había dado ninguna respuesta que le ayudara a entender qué demonios había pasado la noche anterior. Kaira había jurado y perjurado que ella no recordaba nada de lo acontecido después del mediodía del día anteior y Estoico se había visto abocado a creerla. La anciana no mostraba signos de haber sufrido ningún tipo de agresión ni nada que le hubiera hecho a perder la memoria. Al margen del resfriado del último invierno y unos principios de reuma, Kaira Gormdsen gozaba de una excelente salud y una insoportable hipocondría; por tanto, era muy extraño que hubiera perdido la memoria de forma tan conveniente justo en la tarde en la que había desaparecido los guardias asesinados de la prisión. Estoico era más que consciente que acusar de asesinato a Kaira sería una tremenda estupidez, pero estaba convencido de que la anciana había visto al asesino y que, éste, de alguna forma, había borrado su memoria.

Cómo lo había hecho, no obstante, era un auténtico misterio.

Estoico soltó un largo suspiro y miró de reojo las tablas que se encontraban ante Gothi. ¿Había sido todo causa de la brujería? Sin duda, todo apuntaba que podía serlo, pero admitir aquello conllevaría a tener que asumir consecuencias para las mujeres de su aldea que no estaba dispuesto a aceptar. Sin embargo, dudaba que el Consejo, formado casi al completo por hombres, pensaran lo mismo que él de ser así.

Se preguntó qué haría Valka en su lugar. Su esposa siempre se había impuesto al Consejo, aunque muchos la hubieran tomado por loca en los últimos meses antes de morir a manos de los dragones. El nacimiento prematuro de Hipo había sido traumático para ella; más teniendo en cuenta que su hijo había estado al borde de la muerte durante varias semanas. Estoico no había perdido nunca la fe de que Hipo saldría adelante, pero la desesperación de Valka había sido tal que Estoico ya no sabía qué hacer para consolarla. Se comportaba de forma extraña, errática y paranoica y nunca se separaba de su hijo ni dejaba que casi nadie se acercara a él.

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