Ecos de Euforia (Parte I)

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Eyra Andersen nació bajo circunstancias desafortunadas.

Era la pequeña de seis hermanos y la única que había sobrevivido al parto, a los ataques de los dragones y a dos epidemias. Dos de sus hermanos ya habían muerto cuando ella nació en un lluvioso veintitrés de abril, poco después de la hora del almuerzo. Su madre, Brita, murió a los pocos días de traerla al mundo y los cuatros hermanos mayores que le quedaban perecieron antes de cumplir ella los tres años. Eyra jamás recordaría sus caras ni sus risas e incluso tendría que esforzarse para recordar los nombres de los seis hermanos que apenas conoció. Por tanto, desde que Eyra tenía memoria habían sido ella y su padre, Galt Andersen, quien, deseoso de alejarse del dolor que había supuesto perder a prácticamente toda su familia, había decidido enfocarse únicamente en la guerra contra los dragones y las tribus enemigas de la aldea. Por esa misma razón, Eyra nunca había vivido con su padre, sino más bien la sorteaban entre los habitantes de la tribu para que pudieran hacerse cargo de ella mientras su padre se jugaba la vida cada día por el bienestar de su isla.

Puede que por esa razón Eyra terminase desarrollando un carácter atolondrado y difícil de domar; por no mencionar su tendencia a tener la cabeza siempre en las nubes y a su fuerte temperamento, claramente heredado del padre al que apenas conocía. Además, su peculiar personalidad causaba que sufriera dificultades para trabar amistad con otros niños, quienes la veían como un bicho raro y se metían con ella por sus ojos bicolores, una marca de nacimiento que la gente de la aldea había asociado en numerosas ocasiones como un mal augurio, más después de que la niña demostrara comportamientos que no eran precisamente normales. De alguna manera, Eyra podía ver cosas en su cabeza con solo tocar a la gente. Para ella era algo normal saber todo de todo el mundo; como, por ejemplo, el tórrido romance que existía entre el carnicero y la mujer del pescadero, o que el Jefe mentía sobre la cicatriz de su frente que, en realidad, no se lo había hecho durante su adolescencia en una pelea cuerpo a cuerpo con un Furia Nocturna, sino durante una noche en la que, estando borracho como un cuba, se cayó de bruces contra una piedra que le abrió la cabeza.

Sin embargo, pronto reparó que tanto conocimiento podía resultar peligroso, sobre todo si aireaba secretos ajenos. La gente se alteraba mucho cuando ella amenazaba con contar sus vergüenzas y se había ganado más de una paliza a la vez que la acusaban de mentirosa y de bruja. Eyra no sabía muy bien de donde provenía su poder y su padre nunca estaba allí para explicárselo, pero no le gustaba que le tacharan de «bruja», por lo que tuvo que aprender por las malas a ser discreta y a callar todos aquellos secretos para sí misma. Aún así, la existencia de su poder sumado al rechazo de los otros niños, su constante movimiento de casa en casa, la ausencia de una familia que la quisiera y el distanciamiento con su padre causó que Eyra Andersen se encerrara en su propio mundo a medida que iba creciendo, pasándose horas y horas sola hablando consigo misma mientras imaginaba que llevaba una vida distinta, lejos de aquella fría isla, viviendo aventuras y convirtiéndose en una guerrera tan feroz y reputada como su padre.

Sin embargo, su vida se truncó cuando cumplió doce años. Galt Andersen murió durante un ataque de dragones, asesinado por un Nadder que le había lanzado las espinas de su cola y había acertado de lleno en sus pulmones y otros órganos. Falleció pocas horas después, agonizando y febril, murmurando el nombre de su esposa y de sus seis hijos. Nunca llegó a mencionar a Eyra ni la mandó llamar para despedirse pese a las insistencias de su Jefe y de los otros guerreros. Nunca se llegó a saber si la razón por la que no quiso ver a su única hija en sus últimas horas fue por su falta de apego hacia la niña o porque no deseaba que Eyra cargara con el trauma de verlo morir.

Eyra lloró cuando le anunciaron la muerte de su padre. A pesar del abismo emocional que los había separado, no había dejado de ser su padre y ella había luchado con todas sus fuerzas para conseguir un mínimo de afecto por su parte. No lo había conseguido, por supuesto, y ella jamás olvidaría el dolor que supuso para ella el hecho de que su padre no la hubiera convocado a su lado en su lecho de muerte. La tristeza se tornó rápidamente en rencor y aquel enfado solo fue a más cuando el día previo al funeral el Jefe le anunció que no podría quedarse en la isla.

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