39. Varita

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Quisiera que mi varita mágica tuviera el poder de encender y curar la vida con tan solo sacudirla y pronunciar un fuerte «Bibidi-babidi-bú»

Mientras me trasladan nuevamente a mi habitación habitual del hospital, no paro de observar a mi alrededor esperando que mi mirada se cruce con la de Jessie. Mantengo esperanzas de que la muerte de mi hermana es una mala broma por parte de mamá, no quiero creer que no podré verla más.

Un golpe de realidad me ataca cuando solo veo cuatro caras conocidas en la sala de espera y ninguna es la adolescente que deseo contemplar.

Oliver es el primero en percatarse de que estoy recorriendo el lugar en silla de ruedas, se pone de pie y me dedica una media sonrisa antes de avisarle al resto de nuestros familiares que ya me están conduciendo a la pieza. Mi madre comienza a caminar junto a la enfermera que empuja la silla y mi tía murmura que debo comer más vegetales para tener una pronta recuperación.

No puedo despegar la vista de mi progenitor, cuya presencia aquí me sorprende. No esperaba verlo de nuevo. Perdí la cuenta de los días que taché en el calendario sin saber nada de él. Pensé que ya no me quería, él mismo dijo que tener una hija enferma es de las peores cosas que le ha pasado y es muy raro que aparezca repentinamente.

—Deben entrar uno por uno a ver a la niña y no pueden olvidar el equipo de protección —explica la enfermera antes de adentrarse conmigo en los aposentos de las esperanzas perdidas.

Mi hermano ingresa seguido de nosotras y juntos divisamos a la enfermera preparando las máquinas junto a la cama. Ambos llevan un gorro blanco, una bata azul y una mascarilla celeste. Desde que recibí el trasplante nadie puede acercarse a mí sin llevar esas cosas puestas. Mis médicos dicen que cualquier cosa puede crear una infección.

—Alyssa tomó sus medicamentos antes de ser trasladada a este cuarto —informa la mujer en dirección al pelinegro—. Vendré en media hora para iniciar la transfusión de plaquetas. —Sin esperar respuesta, abandona el lugar.

Me quedo mirando a Oliver en silencio. Estoy muy cansada. Últimamente he tomado muchos medicamentos y me han hecho varias transfusiones para controlar los constantes malestares. Los doctores sostienen que es parte del proceso y que pronto podrán determinar el éxito de la operación.

—¿Es verdad? —Finalmente me atrevo a hablar.

Sé que Oliver, a pesar de ser un pesado, nunca participaría en una broma tan horrible como esa.

—¿Qué? —cuestiona con el ceño fruncido.

—¿Jessie está muerta?

Mi pregunta lo toma por sorpresa. Abre y cierra la boca repetidas veces sin soltar ni un sonido. Se ve muy cansado, descuidado y triste. Sus ojeras están marcadas y oscuras, su piel se ve pálida y sus labios resecos.

Luce como yo, pero él no está enfermo.

—Sí —responde con la voz temblorosa.

Ahora puedo entender porque mis vecinos se veían tan destrozados el día que su familiar partió.

—¿Por qué? —interrogo al tiempo que mi vista se vuelve borrosa gracias a las lágrimas.

—No pudo salir de terapias intensivas.

Nuevamente un llanto lleno de sollozos y gritos se apodera de mi. Recuerdo mi última conversación con mi hermana: dijo que estaba segura de que sería la primera en abrazarme cuando yo despertara. Todavía puede hacerlo, nadie me ha abrazado aún.

Quiero que ella cumpla su promesa.

—Oliver, quiero ver a Alyssa, deberías salir. —Me vuelvo hacia la puerta al escuchar la voz de mi padre.

Mi hermano no dice nada. Camina en dirección a la salida y en el camino es interrumpido por el hombre que nos dio la vida, quien bruscamente lo toma por el brazo.

—Toma, tienes que ir. —Le extiende una especie de folleto al adolescente.

Oliver le echa un vistazo rápido al papel antes de zafarse del agarre de papá.

—Trágatelo. —Le lanza el papel y sale hecho una furia de la recamara.

Mi padre suelta un suspiro y recoge el papel que acaba de caer al piso. Luego camina en mi dirección esbozando una media sonrisa y pasándome con la mirada.

—¿Tienes dolor? —Es el primero en hablar.

—Justo ahora no mucho —murmuro.

Él asiente antes de sentarse a mi lado.

—¿Dónde estabas? —cuestiono—. ¿Por qué no viniste a verme en tanto tiempo?

Su media sonrisa se borra.

Me mira como si no tuviese una respuesta a esa pregunta, lo que es tonto ya que es algo que él debería saber.

—No podía venir, estaba viajando —explica.

¿Adelantó sus vacaciones y no me llevó con él? Eso sí que dolió.

—¿A dónde fuiste? —interrogo, tengo que ponerme al día con él luego de no haberlo visto en tanto tiempo—. ¿Por qué no me llevaste?

—No podía llevarte, cariño, tenías que quedarte a cumplir tu tratamiento. La próxima vez irás conmigo.

—¿Y por qué no me llamaste? —continúo soltando mis dudas—. Pensé que no me querías y que por eso te habías ido —confieso.

Mis palabras parecen descolocarlo. Su expresión no expresa más que dolor.

—Claro que sí te quiero, Aly. Eres mi hija, te adoro.

La enfermera interrumpe nuestra conversación y comienza a prepararme para la transfusión de plaquetas.

Estoy esperando con muchas ansias el día en que los doctores me digan si todo funcionó o no, aunque tengo miedo de no obtener buenos resultados.

—¿Cómo te sientes, Alyssa? —pregunta la enfermera, por quinta vez en el día.

Y, siendo observada por dos pares de ojos, relato las sensaciones que atraviesan mi cuerpo, exceptuando el nudo que parece imposible desinstalar de mi garganta cada vez que el recuerdo de mi hermana ilumina mi mente.

Como un cuento de hadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora