40. La luna

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Pasaron muchas semanas desde que recibí el trasplante.

Fue un tiempo difícil. A veces me costaba distinguir si el dolor en mi pecho era gracias al catéter o por el nudo que se instala ahí cuando el rostro de mi hermana se cruza por mi mente.

Sangré algunas veces, recibí varias transfusiones sanguíneas y de plaquetas, mi garganta se sentía como si se estuviera quemando y el vómito fue muy difícil de controlar. No obstante, tal y como los doctores dijeron, las medicinas me ayudaron a combatir y controlar dichos síntomas. Me levantaba poco de la cama ya que debía cuidarme de las infecciones, tuve que seguir con una dieta sin chocolates y, lo peor de todo, fueron todos los análisis a los que fui sometida para ver si el trasplante había funcionado.

—Tengo buenas noticias para usted, Alyssa —dijo el médico esbozando una media sonrisa—. A mí y al resto del equipo nos hace muy felices contarte que vas a poder volver a casa hoy.

Abrí mis ojos y mi boca en una expresión que no mostraba más que el inmenso asombro que se apoderó de mí al escucharlo. Miré del hombre a mi madre, quien se encontraba de pie en el extremo izquierdo de la cama llorando, y luego regresé la vista al primero.

Tenía ganas de decir algo, pero las palabras eran incapaces de ser pronunciadas.

—La leucemia está en remisión y los recuentos sanguíneos volvieron a niveles seguros —explicó el señor con bata blanca luego de unos segundos—. Todo está en orden, los resultados de todos sus análisis han sido positivos.

—¿El dragón se fue?

—Está curada, Alyssa —confirmó.

Es difícil explicar cómo me sentí al oírlo.

Muchas veces, deseamos tanto algo que cuando lo obtenemos no sabemos de qué forma reaccionar.

Me sentía muy feliz, libre y emocionada al mismo tiempo. Todas las palabras que quería soltar se quedaban atascadas en mi garganta gracias al remolino de sensaciones que colapsaron dentro de mí y una sonrisa de oreja a oreja fue la manera más fácil de expresar cómo me había caído la noticia.

Sin embargo, no pude evitar ponerme a llorar.

¿En serio pude?

—No llores, mi amor —dijo mi madre apretando mi mano—. Todo está bien.

— Tu madre me pidió que viniera yo mismo a charlar contigo para explicarte algunas cosas —volvió a hablar el doctor—. Por ahora todo marcha bien y no hay rastros de la enfermedad, pero aun así debes seguir cuidando tu alimentación y las actividades que realizas además de que tendrás que volver a consultas constantemente para revisar que todo siga correcto.

Minutos después, mi padre entró a la habitación con unos globos y una bolsa de regalo en mano.

—Ya estás bien, mi princesa. —Sonrió al entregarme los regalos que acepté con una sonrisa en mi rostro.

El sonido del claxon del auto de mi madre me trae de vuelta a la realidad.

Estoy sentada en el asiento trasero mirando por la ventanilla. Mi mamá está manejando y mi padre se encuentra en el puesto junto a ella ya que decidió acompañarnos para asegurarse de que todo estuviese en orden en mi traslado de la clínica a la casa.

—¿Tienes un chicle seco en lugar de un cerebro o qué? —le grita mi madre al desconocido que maneja una camioneta azul—. ¿Cómo te vas a meter así? Yo tengo la vía. —Suelta un suspiro.

—No pelees con otros conductores, te puedes meter en un problema —intenta tranquilizarla mi progenitor.

—Ellos se van a meter en problemas sí siguen atravesándose como si la calle fuera de ellos —respondió mi enojada madre.

Vislumbro la luna a través del vidrio. Hoy tiene forma de pancitos que hornea mi abuela, son deliciosos, no puedo esperar a que me autoricen comerlos.

—A ella le hubiese gustado acompañarnos —escucho murmurar a mi padre desde su lugar—. Amaba a su hermana. Me consta que deseaba con todas sus fuerzas que superara la leucemia.

Mamá no le responde, solo se dedica a manejar sin quitar la vista de la carretera.

—Sé que fui una basura con ella, no debí haberme alejado como un loco privándonos de momentos juntos —continúa hablando—. Sabes cómo me pongo cuando me enojo, no tengo un filtro entre mis pensamientos y mi boca.

—Me consta.

—Me siento muy culpable por todo lo que dije ese día, no estaba en lo correcto.

—Para de victimizarte. Fuiste un monstruo con mis hijos. Los hiciste sentir mal a los tres, hasta Aly que es pequeña sintió todo el desprecio con el que te expresaste hacia ellos. —La voz de mi madre es ruda y fuerte—. Sé que no soy la mejor madre, pero no ha habido un solo día en que no me haya desvivido porque ellos estén bien mientras que tú decidiste largarte ante un problema, por eso no quiero volver a escucharte criticando la educación que les di.

¿La luna nos está siguiendo?

—Discúlpame, no debí decir esas cosas.

Observo fijamente a la luna en forma de pan, que se mueve en el cielo a la misma velocidad que nosotros como si, al igual que mi padre, quisiera asegurarse de que todo está bien.

—He pagado la clínica de rehabilitación para Oliver —informa mi madre—. Me ha mentido mucho últimamente y se nota que sigue consumiendo, su aspecto y actitud me lo dicen todo.

—¿Aceptó ir a la rehabilitación?

—Quiera o no va a ir. Debe entender que es por su bien.

¿Y si es Jessie siguiéndonos a través de la luna?

—Creo que las personas cuando mueren van a la luna —digo sin despegar la vista de la figura que flota en el cielo—. Lleva siguiéndonos desde que salimos del hospital y pienso que es Jessie queriendo acompañarnos —explico.

Mi madre me mira conmocionada y luego dirige su mirada a mi padre, quien ahora también mira al cielo.

—Sí, tal vez ella nos acompaña desde la luna —apoya mi teoría.

—¿Creen que me escuche si le hablo? —cuestiono.

—Inténtalo. Tal vez ella no te pueda responder, pero eso no quita que te pueda oír —opina mamá.

Me acomodo en mi lugar y abro la ventanilla del auto. Miro fijamente mi objetivo y, con una sonrisa, pongo mis manos alrededor de mi mandíbula para que mis palabras se escuchen más fuertes.

—¡Jessie, adivina qué —grito lo más fuerte que puedo, sin despegar mi vista de la luna—, vencí al dragón!

Como un cuento de hadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora