Madre

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Maeve, madre de los Weber.

Me casé a los veinticuatro años con el amor de mi vida luego de compartir ocho años de noviazgo.

Teníamos una relación llena de confianza, respeto, cariño y amor. Éramos las personas más felices cuando estábamos juntos y eso nos dio el impulso de casarnos después de graduarnos. Por dos años vivimos solos en nuestra casa, siendo dos locos y apasionados esposos que disfrutaban del mejor momento de sus vidas como querían.

Oliver se unió posteriormente e hizo de nuestra aventura una aún más emocionante; fuimos muy afortunados de traer un niño tan inteligente, capaz, sensible y honesto al mundo. Jessenia vino para hacerle compañía a nuestro hijo mayor, dejándonos a mi esposo y a mí sorprendidos por lo audaz y valiente que era.

Jessie y Oliver se complementaban al ser tan opuestos. Tenían una maravillosa relación de hermanos.

A medida que pasaban los años, los cuatro teníamos una rutina monótona. La mayoría del tiempo la persona a la que llamaba amor de mi vida y yo lo pasábamos trabajando mientras que nuestros hijos estaban en escuelas o al cuidado de una niñera. El tiempo que pasábamos en familia se reducía a tres horas a la semana además de que el tiempo que Ronald y yo compartíamos como pareja era casi inexistente.

No nos culpo, mantener una familia con dos niños menores de ocho años no era fácil.

Los martes Jessie tomaba clases de modelaje y Oliver de guitarra. Eran unos niños muy felices cuando hacían lo que les gustaba e indudablemente yo era una mamá orgullosa al saber que mis hijos estaban explorando entre hobbies y talentos para encontrar su pasión.

Recuerdo perfectamente aquel martes de abril en el que salí más temprano del trabajo ya que en el edificio de la empresa iban a fumigar. Llegué hasta mi casa pensando en que podría dormir hasta que los niños llegaran de sus clases y luego llevarlos a comer un helado.

A medida que caminaba por el pasillo para llegar a mi habitación, escuché algunos ruidos extraños dentro, hecho que me pareció extraño teniendo en cuenta que ese día de la semana y a esa hora no debería haber nadie en casa. Abrí la puerta regañándome a mí misma por tener una imaginación tan catastrófica al contemplar la posibilidad de que tal vez haya espíritus en mi casa.

Hubiera preferido que fueran ruidos a causa de un fantasma.

Ver a la niñera de mis hijos desnuda, en mi maldita cama y encima de mi maldito esposo me destrozó el corazón. A ella la despedí en ese instante, no quería a una zorra cuidando a mis niños. A mi marido le grité como nunca antes, le dije que no lo quería cerca con su porquería de infidelidad, le pedí que se largara con la ramera y lo insulté tanto como pude en medio de mi mar de lágrimas.

Él mantuvo una postura de arrepentimiento, me dijo que la niñera era una puta que siempre se le insinuaba y que a él como hombre se le era difícil aguantarse. Me suplicó de rodillas que lo perdonara y me prometió no volver a caer en las garras de la tentación.

Le creí.

El tiempo siguió pasando de manera rápida hasta que mis hermosos niños comenzaron a hacer preguntas referentes a su desarrollo. Ya no tenía a dos pequeños, ahora era madre de dos preadolescentes que cada día se sentaban frente a mí con una nueva duda que yo con mucho gusto respondía.

En el poco tiempo que pasábamos en casa, mis hijos se encerraban en sus cuartos a estudiar, hablar con sus amigos o mirar tonterías en internet; yo cocinaba algo mientras veía algún video en YouTube y mi esposo aplastaba su trasero en el sofá sin despegar la vista de la pantalla de su celular.

Como un cuento de hadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora