El año pasado me encantaba ir al cuarto de Jessie para jugar con su computadora. Ella me dejaba entrar siempre y cuando no la molestara, por lo que yo permanecía en silencio mientras me concentraba en lo que se reflejaba en la pantalla.
Me gustaban los juegos de vestir Barbies, de preparar comida, de cuidar bebés, de pasar obstáculos y de medicina. Hoy recuerdo con mucho detalle el último tipo de juegos que mencioné, en los que yo era una operadora y mi deber era operar a todos mis pacientes.
Al jugar, me esforzaba por hacer todo rápido y sin equivocarme ya que ante la mínima tardanza u error se reflejaban en la pantalla unas letras rojas que anunciaban la muerte de mi paciente lo cual significaba que yo perdía esa partida.
Ha pasado tiempo desde que toqué las teclas de la computadora por última vez y ese tiempo ha sido suficiente para pasar de ser la operadora a ser la paciente.
Los últimos días han sido muy pesados tanto para mí como para mamá. Las dos hemos estado de laboratorio en laboratorio rogando que todo vaya perfecto para el proceso médico en el que nos someteremos en los próximos días. Podría decir que la última semana ha sido la peor de mi vida y en la que más duro me ha golpeado mi enfermedad, los malestares no fueron calmados ni por los medicamentos y pasé varias noches llorando porque no podía detener el sangrado.
Mi mente viajó al día en que todo comenzó o, para ser exacta, al día en que descubrí que había comenzado. Las miles de preguntas me invadieron tal y como sucedió esa tarde, el miedo se apoderó de mí y el dolor hizo que mi corazón crujiera sin piedad.
A la montaña de dudas que se almacena en mi memoria desde que fui diagnosticada se añadió una nueva, la más aterradora hasta ahora:
¿Así se siente la muerte?
Conocí a más médicos, tomé más dosis de mis medicamentos y soporté las intensas quimioterapias antes de que mi madre me dijera que hay una cercana oportunidad de curarme. La noticia me pareció irreal, sentí como si se hubiese encendido una luz en medio de un túnel para guiarme hasta la salvación.
¿No me estoy muriendo? ¿Estoy sanando?
Dentro de dos días seré sometida a una operación donde recibiré una parte del cuerpo de mi mamá y con eso podré ser una niña sin dragón. Escuché al médico decir que no había nadie más perfecta que ella para hacer la transferencia y, aunque estoy muy aterrada pensando en la posibilidad de que las letras rojas aparezcan anunciando la pérdida de mi batalla, mantengo la esperanza y confianza en que todo saldrá bien.
—Cuando sea grande quiero ser operadora para salvar vidas —murmuro cuando la película que estaba viendo en mi tableta termina.
Veo a mi mama levantar la mirada de su celular y para luego soltar una risa que transmite diversión por mis palabras.
—No se dice operadora, se dice cirujana —corrige.
—No, una operación la hace un operador —le explico. Sé cómo funcionan las palabras.
—Una cirugía u operación la hace un cirujano —contradice—. Las operadoras son las que responden llamadas telefónicas.
Me quedo callada sin saber que decir y me prometo investigar luego si lo que ella está diciendo es verdad.
—Ahora quiero ver Rapunzel —pronuncio lentamente y le cedo la tableta a mi progenitora para que ponga la película.
—La has visto miles de veces —dice antes de extenderme la tableta donde se comienza a reproducir lo que pedí.
—Es mi favorita. —Me encojo de hombros.
Mientras veo la película me es imposible no pensar en mi operación y en que, si sale bien, podré tener un cabello como el de la princesa algún día.
Dos horas después mi hermano entra a la habitación del hospital y se tumba en el sofá que se encuentra frente a la cama. Mamá lo dejó cuidándome mientras ella iba a hablar con los doctores para resolver unos asuntos y, desde el momento en que llegó, el castaño está temblando mientras teclea con desesperación a la pantalla de su móvil.
—¿Tienes miedo? —inquiero en su dirección con curiosidad, acción que lo hace levantar la mirada y fruncir el ceño en mi dirección.
—¿Qué?
—Te pregunté si tienes miedo.
El hecho de que dije nuevamente mi interrogante no ayuda a que su semblante cambie. Su ceño se encuentra fruncido, su mirada se ve desconcertada, sus labios están entreabiertos y posee unos grandes círculos morados bajo sus ojos.
—¿Por qué tendría miedo? —responde con desinterés para luego regresar su vista al celular.
—Porque estás temblando.
No obtengo respuesta, así que me dedico a observar. En menos de veinte minutos, lo veo levantarse y caminar de un lado a otro en la habitación, acostarse en el sofá, sentarse en el piso y dar vueltas en círculos rodeando la mesa.
Mi madre me dedica una sonrisa cuando vuelve, pero sus labios se convierten en una línea recta al ver a mi hermano, quien ahora se encuentra de pie mirando por la ventana.
—Me llamaron hace unas horas de tu grupo de rehabilitación —habla mi progenitora en su dirección después de sacarle los auriculares de las orejas—. No has vuelto las últimas dos semanas. ¿Qué pasa contigo? Pensé que estabas mejorando, pero ahora veo que te rehúsas a hacer lo único que puede ayudarte.
Al escuchar las palabras de nuestra madre, el adolescente se gira para quedar frente a ella.
—Esos ñoños contándome sus vidas mientras estamos sentados en un círculo de sillas no me ayudan en nada —resopla.
—¿Qué es lo que quieres? ¿Que te interne en una clínica de desintoxicación? —cuestiona mi madre con un tono firme—. ¿Acaso no ves toda la situación en la que estamos envueltos? ¿No miras a tu alrededor para darte cuenta del lugar donde estás y las razones por las que estás aquí?
»Me he esforzado mucho por entenderte y por aceptar que tal vez no fui la mejor madre para ti. He puesto de mi parte para ayudarte a salir de ese mundo que poco a poco está acabando contigo, pero tú eres el único que no pone de su parte. Parece que lo que quieres es ahogarte en cocaína sin importar todo lo que hago por ti.
—Si tanto te molesto olvídate de mí y de que existo. —El enojo se filtra en las palabras del adolescente—. Deja de tratarme como a un maldito drogadicto de una vez por todas, déjame en paz. —Su grito debió escucharse hasta el otro extremo de la ciudad.
Mamá siempre nos dijo que no está bien gritarle o decirle groserías a la gente. Temo que a Oliver no lo dejará ver televisión por una semana después de lo que acaba de decir.
Antes de obtener un regaño por la mujer que le dio la vida, el adolescente sale de la habitación dando fuertes zancadas sobre los pisos blancos y dejando a la señora con la decepción reinando en su mirada.
—¿Qué es la cocaína?
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Como un cuento de hadas
Short StorySi alguien tuviera que describir a Alyssa Weber usando solo tres palabras, esas indudablemente serían: curiosa, traviesa y bondadosa. Esa escurridiza niña de cinco años lucha contra todos los dragones que la acechan a ella y a su familia, sin embarg...