Katniss

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«¡Voy a chocar, joder!». 

—¡No, no, no! —grité mientras intentaba recuperar el control del coche. Justo antes de entrar en Chester, empezó a hacer ruidos extraños, pero creí que llegaría sin problemas a la casa de mi hermana antes de que me dejase tirada del todo. No fue así. Pisé el freno, pero aplasté el pedal hasta el fondo y no pasó nada.

—No, por Dios, no —supliqué, y el coche tembló. Me salté el semáforo en ámbar del cruce de las calles Grate y Michigan y grité a la gente para que se apartase y, así, no llevármelos por delante. Choqué con el bordillo un par de veces al maniobrar con el coche para frenar, pero nada funcionaba. Respiré hondo y recé en silencio, sin embargo, mi conexión con Dios tenía mala cobertura en ese momento. Entré en pánico al ver que iba directa hacia el taller del final de la calle.¿No era muy irónico? Estrellarse contra un taller. Busqué el teléfono, que estaba conectado al cargador, pero el coche no lo había cargado en absoluto y la batería había muerto. Menuda suerte.

—Levanta el pie del freno. Lo vas a ahogar —exclamó una voz profunda que llamó mi atención hacia la ventana del conductor.

—¡No se detiene! —dije, temblando. Corría junto al coche y mantenía el ritmo del vehículo desbocado.

—No me digas, Sherlock. Quita el seguro y pasa al asiento del pasajero—me ordenó.

—Pero no puedo soltar el freno.

—¡Muévete! —gritó y sentí un escalofrío. Obedecí. Se subió al coche de un salto, hizo un par de movimientos mágicos con la llave y el coche se detuvo.

—Madre mía —dije, sin aliento—. ¿Cómo lo has hecho?—Lo he puesto en punto muerto y he apagado el motor. Tampoco hay que ser un genio —respondió con muchísimo asco. Abrió la puerta del conductor y se bajó—. Te empujaré hasta el arcén.

—Pero... —intenté protestar, sin saber muy bien qué hacer—. ¿Te ayudo? —Si quisiera ayuda, la habría pedido —gruñó molesto. «Pues vale». El coche se movió y miré cómo aquel chico empujaba los mil ochocientos kilos de vehículo. Se le veía oscuro y melancólico, con una camiseta negra de cuello redondo, unos vaqueros oscuros y unas Converse negras. Escondía el pelo debajo de una gorra de béisbol, pero las puntas se le rizaban en los bordes. Tenía las cejas muy juntas y el gesto tan rígido quedaba la sensación de no haber sonreído jamás. Se le marcaban los músculos de los brazos mientras empujaba el coche con todas sus fuerzas hasta un lado de la carretera. En cuanto llegamos al bordillo, me bajé de un salto.

Sabía quién era, todo el pueblo lo sabía, pero nunca nos habíamos visto. Peeta Mellark, la oveja negra de Chester. Corrían rumores de que fue él quien había causado los incendios del parque en 2013 y de que había provocado un buen puñado de divorcios. Se le conocía por haberse acostado con más de la mitad de las mujeres del pueblo, no era ningún secreto. Saltaba a la vista que aquel chico era problemático.

—Gracias, no tenías por qué ayudarme —le agradecí con una sonrisa. Ni siquiera me miró, solo gruñó:—No parecía que fueras a salir de esta tú solita. No deberías conducir es a mierda de coche, es una trampa mortal —respondió cortante. Sin reír. Sin sonreír. Sin nada de diversión o sarcasmo en la voz.

—¿Perdona? Siguió con la misma cara de pocos amigos y le tembló el labio superior. Se quitó la gorra y se pasó una mano por el pelo. Sin esconder el desagrado en su tono de voz, dijo:—Casi matas a alguien, conducías como una loca.

—No sabía que iba a averiarse —dije con un nudo en el estómago.Cuando levantó la vista y me dedicó una mirada gélida, sentí un escalofrío en la columna. Sus ojos eran tan intensos, tan claros, que parecían estar vacíos. Al principio, me miró confundido y, después, intrigado, como si me reconociera de un sueño dentro de otro sueño. No era el momento de descifrar las expresiones faciales de Peeta Mellark, pero no pude evitarlo. Me había cruzado con muchas personas a lo largo de la vida, pero nunca con nadie tan atormentado. Su mirada confusa e intrigante me desconcertó e inquietó.

Para siempre (Everlark)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora