Katniss

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—¡Katniss Mae! Ven aquí, ¿quieres? —gritó mamá. Era el día del festival de los melocotones y había pasado toda la Mañana en su casa ayudándola a hornear magdalenas. Todo el pueblo estaba ocupado con los preparativos y acababa de ponerme el vestido rojo que mi madre había elegido para mí. No habíamos hablado de nada importante y, la verdad, me alegraba. Si lo hacíamos, discutiríamos otra vez y estaba cansada de pasar por eso con ella. Cuando bajé las escaleras, me miró y ladeó la cabeza.

—Ah —musitó—. ¿Así es como queda puesto? —Mamá, no empieces —le advertí y noté cómo todas mis inseguridades se revolvían.

—No, tranquila. Te queda bien. Entonces Judy entró en la habitación y mamá dio un gritito con las manos en la boca.

—¡Dios mío, cariño, estás impresionante! —comentó al ver el vestido blanco de Judy. Era exactamente igual que el mío, pero de otro color. A Judy se le iluminó la cara y dio una vuelta. —¿No es precioso? Madre mía, estoy muy nerviosa por lo de hoy y por el espectáculo de fuegos artificiales. Creo que vamos a recaudar muchísimo dinero.

—Con esa preciosa sonrisa tuya, conseguirás que todos te den lo que les pidas. ¿Has elegido a quién se donará el dinero? Por el festival de los melocotones, la iglesia organizaba una feria y una barbacoa, y todo el dinero que se ganaba se donaba a una buena causa. Puesto que Judy se había encargado de organizarlo todo, era cosa su ya decidir a dónde iría el dinero.

—Sí —respondió y me miró—. Quiero donarlo a la fundación MISS. Se me paró el corazón.
—Judy —susurré y me sonrió con cariño.

—Me parece importante. Lo que hacen, sus valores y el apoyo que ofrecen salvan vidas. Parpadeé para contener las lágrimas y asentí. Conocía muy bien su labor.

La fundación MISS ayudaba a familias que habían sufrido la terrible pérdida de un hijo. Cuando sufrí el primer aborto, recurrí a ellos. Cuando tuve el séptimo, fueron los que impidieron que me hundiera del todo. Hacía años, se lo había mencionado a Judy y no sabía si lo recordaría. Por supuesto que lo hacía. Así era ella, la persona que restauraba mi fe en la humanidad todos los días. Me acerqué y la abracé.

—Gracias —susurré.
—Siempre —respondió y me devolvió el abrazo—. El vestido te queda mejor a ti, por cierto. «Hermanita, serás mentirosa».

La feria empezó y todo el pueblo asistió, excepto los Mellark, por supuesto. Le pregunté a Peeta si iría y me contestó que preferiría comerse quinientas latas de anchoas que pasar el día rodeado de los agradables habitantes de Chester. No lo culpaba. Si no fuera porque pertenecía a la realeza de Chester, tampoco habría asistido.  Me alegré de que no estuviera, puesto que su nombre se mencionaba con una recurrencia exasperante. Peeta nunca hablaba de nadie del pueblo, lo más seguro era que ni siquiera supiera como se llamaba la mayoría, pero ellos no pasaban un día sin mencionarlo. Cada vez que alguien decía algo malo de él, se me ponía la piel de gallina. Cada vez que alguien lo llamaba monstruo, me daban ganas de defenderlo.

El auténtico Peeta no era ningún monstruo. Era bueno y amable. Me había salvado cuando más sola me sentía. En el momento en que Susie Harper comentó que el pueblo sería perfectosi no dejaran quedarse a chusma blanca, estuve a punto de abalanzarme sobre ella y arrancarle las extensiones.

—Solo digo que estaríamos mejor si su padre se matase de una vez agolpe de botella. A ver si así Peeta se larga también —dijo con un tono despreciable. ¿Cómo se podía decir algo así?¿Cómo se podía ser tan horrible? ¿Desearle la muerte a otra persona? Levanté el brazo y, si alguien no me hubiera puesto una mano en el hombro, la habría tirado al suelo.

—Quieta, fiera —susurró Alex. Cuando lo miré, sonreía y negó con la cabeza—. No merece la pena.—¿Has oído lo que ha dicho?

—Sí, pero no vale la pena. Cuanto más dejes que te afecte, más poder les darás a esos comentarios. Ignóralos y ven conmigo a por un poco de algodón de azúcar.

Para siempre (Everlark)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora