Peeta

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Se había vuelto loco. Cuando llegué al taller, Alex hacía lo posible por contener la borrachera de mi padre. Eché un vistazo al rededor y vi cristales rotos por todas partes. Al ver el coche de Katniss, torcí el gesto. Tenía los cristales destrozados y varias marcas en el capó, seguramente eran producto del bate que Alex intentaba arrancarle de la mano.

—Me cago en la puta —mascullé y corrí hacia ellos—. Papá, ¿qué cojones haces? —¡Te dije que sacaras esa ch-chatarra de mi taller! —balbuceó entre gritos. Agarré el bate y lo obligué a soltarlo, luego lo tiré a un lado. Ni siquiera intente razonar con él, ya le había visto esa mirada perdida antes. Estaba a pocos segundos de desmayarse. Por la mañana, ni se acordaría.

Había dejado el coche de Katniss hecho un desastre, pero el mayor problema no era ese, sino que había cargado contra gran parte del taller. Mi enfado crecía mientras arrastraba a mi padre por los brazos para sacarlo de allí. Lo llevé a su casa y lo tiré en la cama. Farfulló sobre la familia Everdeen y cuánto los odiaba. Luego me mencionó a mí y lo mucho que le molestaba. Finalmente, perdió el conocimiento. «Por fin».

Volví al taller, suspiré al mirar alrededor y me llevé las manos a la cabeza. Alex ya había sacado la escoba y barría los trozos de cristal.

—Siento haberte llamado. Se le cruzaron los cables. Estaba trabajando en el coche de Katniss cuando, de repente, entró y se puso como un energúmeno.

—Suena exactamente a algo que haría mi padre —comenté con sarcasmo—. No tienes que limpiar, Alex. Ya lo hago yo.

—Tranquilo, no pasa nada.

—Sí que pasa. Nos vamos a gastar mucho dinero en arreglar todo esto. Como siempre, nunca es consciente del daño que causa.

—Necesita ayuda. Ayuda de verdad, o un día terminará...

—No acabó la frase, pero supe lo que iba a decir: muerto.

Esa llamada era mi mayor miedo, que alguien me dijera que mi padre había muerto y, a cada día que pasaba, ese temor parecía más real. Ayudé a Alex a ordenar un poco el taller y le pedí que se fuera a casa, que ya seguiríamos al día siguiente. Se marchó y me dirigí a casa de mi padre. Me senté en las escaleras del porche y escuché con atención para asegurarme de que no la destrozaba también. Me quedé allí minutos, horas; solo me moví para entrar a comprobar que seguía respirando. Luego, volví a sentarme en el porche, donde creí que pasaría la noche. No me atrevía a volver a mi casa por miedo a lo que me podría encontrar a la mañana siguiente.—¿Peeta? —me llamó una vocecita. Levanté la vista de las manos y encontré a Katniss frente a mí con una sonrisa amable.

—¿Qué haces aquí? —pregunté.
—Quería ver si estabas bien. Sé que me dijiste que no viniera, pero espere un tiempo y necesitaba ver cómo estabas. Suspiré.

—Estoy bien, como siempre. Hizo una mueca.—¿Puedo sentarme contigo? —Si quieres. Subió las escaleras y se sentó a mi lado. Se quedó en silencio al principio. Tal vez no sabía qué decir o creyó que necesitaba un poco de tranquilidad. Me sentí raro al tenerla ahí, me reconfortaba de una manera que no sabía que necesitaba.

—Odio las manzanas, a no ser que estén cortadas en rodajas —dijo, y ladeé la cabeza para mirarla—. Sé que la magia no existe, pero cuando veo un buen truco, siempre me sorprendo.
Se me da fatal jugar al Uno, pero al Monopoly te daría una paliza.

—¿Datos aleatorios? Asintió.
—Para que te sientas cómodo.

Cada vez me gustaba más. Respiré hondo.

—Me gustan el hip-hop y el country por igual. Canto en la ducha. Como comida mexicana al menos tres veces por semana y, a veces, cuando tengo un mal día, canto «Tubthumping»  de Chumbawamba. Suspiró.

Para siempre (Everlark)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora