Casualidad

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Ya estaba harta de pasar cada fin de semana de fiesta en fiesta, llegando a las tantas de la madrugada, yendo borrachísima y con lagunas recordando los momentos más irrelevantes de la noche.

Me dejé caer rendida en el asiento del taxi y pasé la palma de mi mano por mi frente, como si tuviese fiebre.

Dios. Cómo apestaba en aquellos momentos. Todo por ese maldito arrogante que decidió que mi top blanco se vería mejor manchado de vino tinto.

Sí, estoy hablando de Hunter Scott.

De ese chico que deseé no haber conocido (antes).

Os pondré en la tesitura:

Todo comenzó un sábado cualquiera en el que mi compañera de piso decidió asistir a una de las fiestas más opulentas del momento: una que ni vendiendo nuestro riñón nos podríamos permitir.

Peeeeeero decidimos trabajar un par de horas extra a la semana, porque, ¿Qué mejor que socializar con ricachones?

Os dejaría una lista empezando por: Quedarme en casa, ver películas, leer, escribir, escuchar música, volver a Minnesota y ver a Andrew...

Y os juro que seguiría y seguiría.

A ver, no odio relacionarme con la gente. Odio a la gente.

¿Es tan raro hacerlo?

Y aunque lo sea, he de decir que mucha de la gente que me ha hecho llegar a esta conclusión es la culpable de ello. Por una vez en la vida, yo no soy el problema en todo este meollo de socializar.

Vaya tontería.

Con la única persona con quien he socializado sin problema alguno es con mi mejor amigo, Drew. Nos conocimos con diez años en clase, y éramos esos niños raritos a los que nos gustaba hacer cosas de adultos de cuarenta años.

Pasear, ver películas antiguas cada viernes, quedar para leer sus cómics o mis clásicos, escuchar música compartiendo auriculares, llamadas de tres horas al día porque no teníamos suficiente con vernos cinco días a la semana...

Una amistad que me juro a mí misma que voy a recordar para siempre.

Pero todo eso cambió cuando hace seis años me tuve que mudar a Nashville, ya que mis padres se separaron y mi madre decidió que sería buena idea un cambio de aires.

Sí, un cambio de aires y un cuerno. El único amigo que había conseguido se quedaría aquí y haría su vida con total normalidad sin mí, mientras que yo lo único que he hecho ha sido trabajar, leer y vuelta a empezar.

Nashville no estaba mal, quien estaba mal era yo.

Respecto a la fiesta, no fue nada que no me esperase ya.

Esa misma tarde fuimos Rachel─ Mi compañera de piso─ y yo para comprar nuestros atuendos de aquella fiesta. Ella tiró a lo alto con un super vestido arrebatadoramente sexy que dejaba descubierta su pierna izquierda y llevaba un escote de lo más ajustado, a pesar de que no tenga mucho pecho.

Yo, que odiaba las fiestas de élite y comprar ropa elegante (y cara), sentí que debía dar media vuelta y correr lo más rápido posible, pero Rachel no me dejó.

Me trajo de todo; pantalones de pinza, vestidos largos con los que acabaría tropezándome, vestidos demasiado cortos y no queríamos ningún descuido, monos que serían muy incómodos a la hora de mear y alguna que otra falda que no acabó convenciéndome.

No, no soy tan exigente como lo parezco. Más bien soy insegura. ¿En qué momento acabaría yo, Madelyn Griffin, una don nadie, con ropa tan sumamente cara?

ARDENT © [#1] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora